Un hombre le dijo a Buda: "Yo quiero felicidad". Él contestó: "Primero retira "Yo", esto es el ego. Después remueve "quiero", porque es el deseo. Mira, ahora sólo tienes "felicidad".
1
La habitación parecía un invernadero: muebles pesados de madera oscura,
cobijas de piel, almohadones por el piso, flores enviando un aroma enervante
por la ventana semiabierta… y sobre la cama, un cuerpo hermoso de mujer
decapitado. La sangre profanaba la blancura de las sábanas con su púrpura
oscuro, pero era imposible fijar la vista allí o en cualquier otro rincón de la
habitación que no fuese la mesa de luz: sobre ella estaba la cabeza cercenada,
posando en el intruso desprevenido su mirada de Gorgona.
Westminster Sinclair sostuvo por unos instantes esa mirada, sin
pestañear. Sus ojos gris acero se entrecerraron hasta convertirse en una ranura
que apenas dejaba ver una chispa de luz. No dijo nada, aunque sus subordinados
esperaban órdenes. Se limitó a encender un cigarrillo y a pitar calmadamente
con aire reflexivo. Se dirigió a pasos lentos hasta la puerta de entrada del
apartamento, y comprobó que la cerradura estaba intacta; la víctima conocía al
asesino. Aparte la carnicería ocurrida en la cama, el resto de la estancia
estaba relativamente en orden. Volvió a posar la mirada sobre la cabeza
cercenada: ahora vio junto a ella, sobre la mesa de luz, una campanita de
bronce que antes había pasado desapercibida. Se acercó y la miró con atención,
sin tocarla: tenía un signo chino grabado, y rematando el mango, la figura de
un mongol.
-Inspector, han llegado los de
dactiloscopia -lo sacó de su concentración el oficial Jameson.
-Hágalos pasar.
Mientras bajaba las escaleras, Sinclair se cruzó con el equipo que subía
a tomar huellas dactilares en la escena del crimen. Al llegar al vestíbulo vio
al forense esperando sentado su turno de intervenir. Era un hombre
extremadamente pálido, completamente calvo y con oscuras ojeras, que le daban
un aspecto siniestro.
-En unos minutos el cadáver será todo
suyo, Allamistákeo -dijo al pasar, llamando al forense por su apodo egipcio.
El aludido se limitó a asentir sin inmutarse. Su tez impresionante y su
profesión habían obliterado su verdadero nombre -Caleb Smith-, reemplazándolo
por el de la momia resucitada del relato de Edgar Poe.
Afuera encontró a la oficial que había recibido la denuncia, Carmen Jo.
Era una hispana de cabellera azabache y unas ancas perfectas a punto de
reventar el pantalón policial azul oscuro. Sinclair pensó en una potranca joven
e inquieta, exhibiéndose antes del Gran Derby hípico.
-Quiero atrapar al bastardo que hizo
esto- dijo ella a modo de saludo.
-¿Han identificado a la víctima?
-Se llamaba Sue McKenzie, 29 años.
Vivía hace poco aquí.
-¿Quién hizo la llamada?
-La vecina del piso de arriba, una
odontóloga jubilada de apellido Dermont. Dice que oyó chillidos agudos, como si
estuviesen sacrificando un cerdo.
-¿A qué hora fue eso?
-Sobre las 11 p.m.
-¿Sólo la señora Dermont oyó los
gritos?
-No. Luego hubo otras llamadas de
vecinos.
Sinclair meneó la cabeza.
-El asesino no fue muy sutil.
-¿Es "el" asesino, no es
cierto?
-Puede ser. Esperemos el informe del
forense antes de afirmarlo.
-Bastardo…
Carmen Jo era muy pasional. A juicio de Sinclair, eso podía llevarla a
prejuzgar ciertas situaciones, y eventualmente hacer encarcelar a un inocente.
-Investiga sus relaciones. Novio, ex
novio, rivales… confisca su teléfono móvil y su notebook, entra a sus redes
sociales.
-Lo haré, jefe.
-Nos vemos en la Jefatura.
El inspector subió a su Jaguar descapotable de los '60 y partió hacia
Riverside Drive, dejando que el viento despeinase su abundante cabello oscuro,
que empezaba a teñirse de gris.
Por la tarde recibió el informe de dactiloscopia: había huellas por
todas partes, el asesino no había puesto cuidado en limpiarlas. La mayoría
pertenecían a la víctima, pues era su apartamento, pero había huellas ajenas
sobre una botella de vodka conservada en el frigobar, y otras sobre la
campanita de bronce, que pertenecían a una tercera persona no identificada.
Levantó el intercomunicador.
-Stevens, aquí Sinclair. Estoy
leyendo el informe del caso McKenzie.
-Un caso bien jodido.
Sinclair hizo caso omiso del comentario. Stevens llevaba veinte años en
el departamento de policía, pero seguía tan impresionable como el primer día.
-Haz una búsqueda del artículo cuya
foto te envío: es una campanilla china de bronce encontrada en la escena del
crimen. Quiero saber dónde la venden, su material, su precio. Ah, y si puedes,
obtén la traducción de la inscripción que lleva grabada.
-¿Nada más?
-Nada más...
-Pan comido, West. El año que viene
te llamo.
-Que sea antes de Navidad.
Colgó el intercomunicador al tiempo que veía entrar a Carmen Jo a su
despacho.
-¿Puedo sentarme, jefe?
-Claro.
La oficial tomó asiento y apoyó la notebook que traía sobre el
escritorio del inspector.
-Es la computadora personal de la
víctima -informó, manteniendo las manos sobre ella sin abrirla. Quería atraer
sobre sí toda la atención de su superior.
-¿Qué sabemos sobre ella?
-Susan McKenzie. Nacida en Idaho en
1993. Se mudó a Nueva York hace un año y medio. Profesora de danza jazz en un
gimnasio del Bajo Manhattan, y en otro del Bronx. Parece que era incansable en
su trabajo.
Sinclair levantó una ceja en actitud
interrogativa.
-Sí, daba clases en el Bronx. Tenía
un novio afroamericano.
-Tendremos un lindo problema racial
si el asesino resulta ser él.
Carmen Jo asintió, divertida.
-Me encantan los problemas raciales.
Y las relaciones interraciales también.
Sinclair dio la callada por respuesta a tal comentario. Una rubia
atractiva asesinada por un afroamericano saltaría a las tapas de los tabloides
de inmediato, como un revival del caso O. G. Simpson… una pesadilla para un
inspector de policía. Por no hablar de la presión social para declararlo
culpable, aunque el hombre fuese inocente.
-Bien… cítalo a declarar. Debemos
tomar sus huellas.
-Será un placer -Se relamió Carmen
Jo, deseosa de hincarle el diente al moreno.
-¿Pudiste entrar a su teléfono móvil?
-Aún no, tiene contraseña. Se lo di a
los muchachos de informática para que la descifren.
-Lo harán. ¿Qué encontraste ahí?
Sinclair señaló la notebook. Ahora sí, Carmen Jo la abrió y la giró para
que su jefe pudiese ver la pantalla.
-Sue McKenzie era una influencer
famosa en Instagram, dónde tenía un millón y medio de seguidores. Sus videos
breves de Tik tok, donde se probaba trajes de baño, superan los cuarenta
millones de visualizaciones.
Sinclair se preguntó cómo era posible que él no hubiera oído nada sobre
semejante celebridad. Ojeó las fotos de Instagram, y a continuación reprodujo
uno de sus videos de Tik tok: ese cuerpo felino y provocador contrastaba con el
cadáver examinado por la mañana, era imposible para su cerebro conciliar ambas
imágenes. Se fijó en los comentarios a las fotos y a los videos: eran miles.
Suspiró.
-Revisa los comentarios de sus
seguidores, Jo. Tal vez haya allí alguna pista.
La oficial se llevaba ya la notebook, pero él la detuvo.
-Espera. Se me ocurre algo.
Buscó el icono de Configuración en la página de Instagram abierta, e
hizo clic sobre él. Luego siguió a Privacidad, y examinó las opciones… Carmen
Jo se había puesto a su lado, preguntándose qué buscaba su jefe.
-Yo no tengo Instagram -murmuró éste
entre dientes- pero debe ser parecido a Facebook.
En efecto, Sinclair tenía una página
propia de Facebook a nombre de un alias y sin fotos familiares, por razones
profesionales.
-Aquí está.
Hizo clic sobre Contactos bloqueados, y apareció una lista de ocho
nombres.
-Investiga quiénes son estos ocho. Si
los bloqueó deben haberla ofendido de alguna forma.
-Muy astuto -dijo Carmen Jo.
La oficial abandonó el despacho con paso cimbreante, llevándose la
notebook. Sinclair sintió el vacío que deja una bomba atómica: el aire apartado
por la explosión vuelve con fuerza huracanada y derriba todo a su paso.
-¿Cuál es la fuente del dolor,
Maestro? -le preguntaron a Siddartah.
Desde hacía cinco años, el iluminado
meditaba bajo un árbol, en posición de loto. Sus costillas eran visibles bajo
la piel, y su estómago formaba una concavidad en lugar de una convexidad. Tardó
un buen rato en responder la pregunta de su joven discípulo, y al fin habló con
voz débil.
-El deseo.
El discípulo se acercó y se puso de rodillas frente a él, para oírle
mejor. Aquel que alcanzó el Nirvana habló de nuevo.
-El deseo es la fuente de todo dolor.
Si una mujer te hace sufrir, es porque la deseas. Si te reprochas haber hecho
un mal negocio, es porque deseas la riqueza. Si te atormenta haber perdido un
torneo, es porque deseas la gloria. Suprime el deseo, y ya nada podrá
atormentarte.
El discípulo tocó el suelo con la frente en señal de respeto, y siguió
su camino.
Aquella noche, Sinclair cenó solo en su casa, como de costumbre
últimamente. Su tercera esposa se había
largado con un tipo de Reno, Nevada, cansada de las repetidas ausencias que le
imponía su profesión. Ser policía no era para cualquiera, él lo sabía; y ser la
mujer de un policía, por lo visto, no era para nadie. Antes de acostarse, puso
un poco de música en su PC: algo de Moody Blues para relajarse. Siempre
escuchaba música de los '60, aunque él ni siquiera había nacido en esa década.
Sentía nostalgia de un tiempo en que no existía, y no solo en la música.
También le gustaban los autos de los '60. Había tenido un Corvette, luego un
Camaro, ahora un Jaguar. El problema era conseguir repuestos cuando se
averiaban. Menos mal que Ben Hutchins, su mecánico de confianza, hacía magia y
los conseguía, vaya a saber de dónde.
Como todo buen policía, Sinclair era obsesivo con su trabajo: los casos
quedaban dándole vueltas en la cabeza, y no descansaba hasta resolverlos.
Tecleó www. Instagram Sue McKenzie y accedió a su perfil público sin necesidad
de abrir una cuenta. Quería ver desde afuera la imagen que ella proyectaba
frente a sus seguidores.
Había muchas fotos de viajes: Sue en Thailandia, vestida con túnica,
visitando el templo del Buda de esmeralda; Sue a lomos de un elefante; Sue
abrazada a Parnell, su novio afroamericano, en una playa con palmeras… amplió
la foto de Parnell: era un tipo atlético, joven, pura sonrisa y suficiencia.
Parecía muy satisfecho de sí mismo, impresión que se repitió en otras fotos
suyas.
-Que me condenen -se dijo meneando la
cabeza- si este príncipe consorte tenía algún motivo o deseo de matar a su
gallina de los huevos de oro.
Entró a Tik Tok y buscó los videos breves de Sue, donde ella se probaba
diferentes trajes de baño. Eran cientos de videos, y cada uno tenía entre cinco
y cincuenta millones de visualizaciones.
En su momento había oído que un influencer de
Tik Tok gana un dólar por cada 5000 visualizaciones de sus videos. Calculó que
Sue embolsaba entre mil y diez mil dólares por cada video de quince segundos,
una sola sesión de modelaje le rendía al cabo de un tiempo quizá cien mil
pavos. Concluyó que ella pagaba los viajes con Parnell, por lo que éste no
tenía móvil económico para matarla. Todo lo contrario. Y en cuanto al crimen pasional,
no había más que ver su sonrisa de tycoon satisfecho para dudar seriamente que
se tratase de un Otelo.
-Pero si no hallamos al asesino -se
dijo mientras apagaba la PC y se desvestía para meterse en la cama- el amigo
Parnell pagará los platos rotos.
2
-Te entiendo, West. Una joya como
ésta no puede quedar incompleta.
Ben Hutchins rebuscaba entre sus
cajas de repuestos el distintivo de Jaguar que va en el centro del parachoques
del E Type, "el auto más bello del mundo" según Enzo Ferrari.
-Debe habérmelo robado un niño
-contestó Sinclair-. Cuando era un crío yo hacía lo mismo. Tenía una colección
de distintivos y luces de posición arrancados a todos los coches de Georgetown.
-¿Por eso te fuiste de la Guyana?
¿Para que no te atrapasen?
-Sí. Aquí me hice policía para pagar
mis delitos juveniles.
Hutchins se volvió, triunfante.
-¡Aquí está! -sostenía el distintivo
en alto con ambas manos, como un trofeo.- Ya lo coloco.
Sinclair levantó el pulgar mientras atendía su móvil.
-Diga.
-Jefe, cité al novio de McKenzie para
las 3 p.m. en la Jefatura.
-Perfecto, allí estaré.
-Otra cosa. Sue McKenzie tenía una
relación conflictiva con varios de sus seguidores. A tres de ellos los denunció
por acoso.
-¿Alguna condena?
-Dos de ellos están presos, cumpliendo
condena en Sing Sing. El tercero sólo debió hacer trabajos comunitarios, por
ser menor de edad.
-Buen trabajo, Jo. Cítalo a declarar.
-Hecho.
Guardó el móvil al tiempo que Hutchins terminaba de colocar el
distintivo de Jaguar en el parachoques. Le pasó un billete y trepó al auto.
-Hasta más ver, Ben.
-Adiós, West. Cúidame esa joya.
Arrancó haciendo chirriar las ruedas y se alejó por la carretera.
-¿Nombre completo?
-Parnell Ignatius Talbot.
-¿Edad?
-23.
-Bien, señor Talbot. Se lo ha citado
a declarar en calidad de testigo por el homicidio de Susan McKenzie.
El joven estaba pálido, aunque suene a contrasentido tratándose de un
afroamericano. Sinclair había observado sin embargo que muchos morenos perdían
el color cuando estaban asustados.
-¿Desde cuándo conocía a Susan?
-Hace un año y medio nos conocimos en
una discoteca. Ella acababa de mudarse a Nueva York.
-¿Cómo describiría su relación?
-Eramos novios. -Sinclair guardó
silencio para que el otro continuase hablando-. Yo la amaba y ella a mí…
Estábamos locos el uno por el otro.
-¿Algunas veces reñían?
-Como cualquier pareja, supongo. Ella
siempre quería hacer las cosas a su manera y a veces chocábamos.
-¿Llegaron a los golpes?
-No… ¿por qué me pregunta eso?
-Simple rutina.
-Nunca la golpeé. Yo la trataba como
a una dama.
-¿Dónde estaba usted anteayer a las
11 p.m.?
-¿Soy sospechoso?
-Es un testigo. Conteste la pregunta.
-Estaba en casa viendo la final de
los Red Socks contra los Lakers. Por nada me la hubiese perdido.
Sinclair observó, en efecto, que Parnell usaba la gorra de los Red Socks
requintada hacia atrás. Recordaba haberle visto esa misma gorra en las fotos de
su viaje a Thailandia.
-¿Alguien vio ese match junto a
usted?
-Solía juntarme con la banda para ver
las finales, pero a uno de los muchachos le dio positivo el test de
coronavirus, así que no nos reunimos.
-¿Usted estuvo solo esa noche
entonces?
-Sí.
-¿No había nadie más en su casa…
familiares, servidumbre?
-Vivo solo aquí, mi familia es de
Filadelfia. Y la mujer que limpia solo viene de mañana.
"Estás en problemas, muchacho -pensó Sinclair-. No tienes
coartada"
-Los fines de semana duermo en lo de
Sue, pero antes de ayer dormí solo. Si lo hubiera sabido...
-Bien, señor Talbot, espere aquí.
Enseguida vendrá un oficial a tomar sus huellas digitales.
El joven levantó una mirada desolada hacia el inspector.
-¿Para qué necesitan mis huellas?
-Simple rutina -respondió el policía,
y abandonó la sala de interrogatorios.
"Si supieras cuántos inocentes van presos por simple rutina…"
pensó Sinclair, pero tenía la sensibilidad embotada, como el médico que ha
visto morir demasiados pacientes.
Media hora después recibió el llamado de dactiloscopia.
-Hola, Kathy. ¿Ya cotejaste las
huellas de Talbot?
-Así es, inspector. Concuerdan con
las de la escena del crimen en el caso McKenzie.
-¿La botella en el refrigerador?
-Exacto.
-Era de esperarse, a fin de cuentas
era su novio... Gracias, Kathy.
-Buena tarde, inspector.
Apenas colgó, sus oídos captaron un alboroto en la calle. Se asomó a la
ventana y vio a Talbot rodeado de periodistas que le impedían avanzar,
poniéndole el micrófono delante de la cara. "Aquí vamos", se dijo
Sinclair, y prendió filosóficamente un cigarrillo.
Sólo fumaba como respuesta a una
situación estresante, era su vía de escape. Pero la naturaleza de su trabajo le
imponía tal stress, que calaba tanto el cigarrillo como cualquier fumador
empedernido. Levantó el intercomunicador.
-¿Alguna novedad, Stevens?
-Justo iba a llamarte, West. Parece
como si tuvieras un radar.
Sinclair sabía que Stevens no lo llamaba para evitar recibir un nuevo
encargo.
-Te escucho.
-La campanilla que incautaste en el
caso McKenzie no es china, sino tibetana.
-Un chino te dirá que es lo mismo,
pues para ellos, el Tíbet pertenece a su país.
-Como sea… ese modelo específico no
se vende aquí. Busqué en eBay y no la tienen en venta. Ni siquiera en Ali Baba.
Se ofrecen modelos similares hechos en aleaciones más baratas, cobre con estaño
en el mejor de los casos, pero ésta, según parece, es de bronce obtenido con
cobre arsenicado.
-¿Cómo sabes eso?
-No lo puedo saber a ciencia cierta
sin un análisis metalográfico, pero lo supongo, porque las campanillas de los
monasterios del Tíbet son así.
-¿Y qué te hace suponer que ésta
proviene del Tíbet?
-Que ninguna de las que ofrecen por
internet tiene el mismo símbolo grabado. Casi todas presentan la misma
inscripción, es un epigrama para favorecer la buena suerte. Pero ésta tiene
grabados unos trazos diferentes, le pasé la foto a un profesor chino y no la
pudo leer.
Sinclair guardó silencio por unos momentos, desconcertado.
-Buen trabajo, Stevens -musitó.
-Gracias, West.
Colgó el intercomunicador y se abstrajo unos minutos. Había supuesto que
Sue McKenzie, llevada por su gusto oriental, compró recientemente la campanilla
en algún baratillo, o tal vez por internet, y que las huellas digitales eran
del vendedor. Pero ahora parecía que la pieza había sido traída directamente de
Oriente.
¿La habría conseguido en Thailandia?
Sinclair lo dudaba. Había monasterios budistas en ese país, pero… no pudo
completar su reflexión, porque en ese momento sonó de nuevo el
intercomunicador.
-Diga.
-¿Inspector Sinclair? Soy la fiscal
de distrito, Eva Langdon.
-¿Cómo está, fiscal? -respondió por
fórmula Sinclair, aunque el llamado le daba mala espina.
-Entiendo que ha citado a declarar a
Parnell Talbot.
-Así es.
-Acabo de ver por televisión que no
lo detuvo.
-¿Debería hacerlo?
-Por supuesto. Es sospechoso de un
crimen de odio contra su novia por su condición de mujer.
Los ojos de Sinclair se entrecerraron hasta dejar pasar sólo un filo de
luz.
-Ese es un argumento abstracto que se
podría usar para cualquier crimen. No sirve.
-A usted no le servirá tal vez, pero
a la fiscalía le sirve.
-Seguro.
Se produjo un silencio entre ambos. La fiscal lo rompió con una orden.
-Enciérrelo.
-Lo haré cuando lo ordene el juez. No
antes.
-Usted es un auxiliar de la Justicia,
por si se le ha olvidado.
-Para diligencias probatorias, pídame
lo que quiera. Pero las órdenes de arresto sólo puede darlas el juez. Por si se
le ha olvidado.
-Ya consigo la orden.
-Perfecto.
Ambos cortaron la comunicación sin despedirse. Qué ambiente agradable se
estaba formando últimamente en la Justicia.
Sinclair se puso a redactar el sumario del caso McKenzie, pues sabía que
pronto se lo pedirían. Era una tarea que de todos modos debía hacer, y el
llamado de la fiscal no hacía más que acelerar los tiempos.
Entrada la noche puso su rúbrica sobre el impreso: W. Sinclair,
detective inspector de la policía del Estado de Nueva York.
Por la mañana asistió temprano a su despacho. Sabía que habría jaleo.
Levantó el intercomunicador y marcó el número del forense.
Un estertor se oyó al otro lado de la
línea, como si alguien estuviese agonizando.
-Hable o calle para siempre.
Era la voz inconfundible de Allamistákeo, usando su fórmula preferida
para abrir conversación.
-Qué gusto me da oírte, doc. ¿Has
tenido una buena noche?
El estertor del otro lado se hizo más audible; la desnarigada estaba
cerca, sin duda. Sinclair prendió calmosamente un cigarrillo y aguardó. Por
fin, el moribundo habló.
-Buena noche, sí. Entre mis
compañeros del otro mundo.
-No duermes, parece.
-Habrá tanto tiempo para dormir
después…
-No lo dudo. ¿Hiciste la autopsia de
Sue McKenzie?
Nuevo silencio agonizante. Después:
-Un cuerpo hermoso para el Hades… su
autopsia ya estaba empezada cuando la trajeron, yo sólo la completé.
-¿Conclusiones?
-...
-Tómate tu tiempo.
-...Quien la decapitó sabía manejar
bien un cuchillo. Cortes limpios. Una hoja extraordinariamente filosa, incluso
la columna vertebral fue seccionada de un solo corte preciso entre las
vértebras cervicales. Un maestro de la ejecución.
-¿Señales de violación?
-... No hay edemas ni moretón alguno
en la zona genital. Ausencia de semen. Pero presenta signos de contusiones en
la cara y las manos.
-O sea que no hubo ataque sexual,
pero sí pelea.
-Eso es… eso es.
-¿Restos de piel bajo las uñas?
-Temo que no… no.
-Perfecto, doc. ¿Tienes listo el
informe?
-(Estertores terminales)... Sí.
-Envío alguien a buscarlo.
Sinclair cortó, al tiempo que Jameson entraba a su despacho trayendo un
documento judicial.
-No me lo digas… la orden de arresto
contra Parnell Talbot.
-Así es, jefe.
Suspiró mientras echaba una ojeada al documento. Estaba en orden, con la
firma y el sello del juez Fordham. Adjunto venía una nota donde el magistrado
lo urgía a entregarle un informe preliminar del caso McKenzie lo antes posible.
"Viejo carcamán -se dijo Sinclair- ahora sí te apuras..." En efecto,
el juez Fordham era conocido por darle largas a las causas, pero ahora actuaba
con celeridad extraordinaria. No quería ponerse a la fiscal -y al poderoso
colectivo que ésta representaba- en su contra.
Media hora después volvió Jameson con el informe del forense, y el
inspector lo adjuntó al sumario, remitiéndolo al juez.
-Buen día -saludó Carmen Jo, trayendo
con su presencia vida a la oficina-. Parece que hoy madrugó, jefe.
-Eres tú quien se quedó dormida, Jo.
Aquí nos traemos asuntos importantes entre manos.
-¿Ah sí? ¿Como cuáles?
-Toma -le pasó la orden de arresto-.
Vete con Jameson a detener a Parnell Talbot.
-¿Si se resiste disparo a matar?
Sinclair la miró con sorna.
-Parnell es un espartano, no se
entregará. Deberás traerlo muerto sobre su escudo.
Carmen Jo no captó la gracia del chiste y salió decidida a cumplir su
misión. El bastón reglamentario colgándole recto del cinto contrastaba con sus
curvas cuando ella se encaraba con un detenido, de forma tal que nadie resistía
el arresto.
3
El lugar era oscuro, con una frescura reconfortante. Cientos de
linternas de papel pendían del techo a media altura, con livianas hojas en
forma de corazón colgando de ellas; la brisa entrando por las ventanas las
mecía como a un follaje de plata. Sinclair vio a un costado un tambor y una
pesada campana de bronce, junto a un ariete suspendido. Siguiendo un impulso
golpeó la campana con el ariete, y un sonido maravillosamente solemne inundó el
templo. Al fin y al cabo debía anunciarse de algún modo, pensó. Se quedó
aguardando junto al altar, donde el Buda descansaba en posición de loto,
flanqueado por dos elefantes de seis colmillos. Ofrendas florales frescas daban
testimonio de un culto vivo en la devoción popular. Dos mil quinientos años
habían pasado desde que el iluminado pisara esta tierra, pero su memoria y sus
enseñanzas seguían vigentes.
Por una pequeña puerta escondida apareció un anciano de larga barba
vestido con una túnica color azafrán y sandalias; se acercó a Sinclair y le
hizo una reverencia, que fue respondida con alguna torpeza por el policía.
-Sea bienvenido al templo de la luz
increada.
-Gracias por recibirme. Me llamo
Westminster Sinclair, soy inspector de policía.
Por lo general, la gente se ponía nerviosa al escuchar tal presentación;
pero el anciano le prestó la misma atención que a un mosquito.
-He venido a hacerle una consulta.
El anciano parecía mirar más allá de él, pero respondió con amabilidad.
-No toda pregunta tiene respuesta,
pero haré lo posible por ayudarlo.
Sinclair sacó de su bolsillo la campanilla y se la puso en las manos al
oriental.
-Esto fue hallado en la escena de un
crimen. Me gustaría conocer su procedencia y lo que significa la inscripción
que lleva grabada.
El anciano examinó detenidamente
los signos grabados en el bronce y luego fijó su mirada en el inspector. Su
expresión había cambiado.
-Hace muchos años no veía algo así.
La última vez fue hace cuatro décadas, cuando visité un monasterio en Lhasa.
-¿Puede leer lo que dice?
-Es una fórmula mágica para hacer
nacer un tulpa.
-¿Qué es eso?
-Un ser creado a través de la
meditación.
-Nunca había oído tal cosa.
-En el Tíbet hay monjes capaces de
caer en un trance profundo, y en ese estado alterado de conciencia traer al
mundo un hijo espiritual.
-Disculpe mi ignorancia, pero no
entiendo. ¿Está hablando de seres imaginarios?
-Estoy hablando de seres de otra
dimensión, modelados por la imaginación.
-¿Un tulpa es el sueño de un monje?
-No exactamente. Un tulpa puede nacer
del desdoblamiento espiritual de quien medita, o puede entrar en la realidad
respondiendo a su llamado.
-Me cuesta seguirle.
-Eso es porque concibe la realidad y
la imaginación como cosas separadas. Pero la imaginación modela la realidad
física, es parte de ella.
-¿Entonces un tulpa… se puede tocar o
no?
-A veces se puede tocar con las
manos, y otras veces sólo crees que lo tocas.
-Y eso ocurre mientras su creador
sueña.
-Su creador puede estar despierto, o
incluso muerto, y el tulpa sigue vivo. Es como un hijo, adquiere existencia
independiente de su progenitor.
-Diablos…
El anciano devolvió la campanilla a Sinclair.
-¿Esto puede obtenerse aquí, en New
York?
-Lo dudo mucho.
-¿Y en Thailandia?
-Mmm… difícil.
-¿Por qué?
-La inscripción está en tibetano,
pero los signos pertenecen al chino mandarín. Eso procede del Tíbet.
-Un profesor chino no pudo leerla…
¿por qué usted sí?
-La escritura china no es alfabética,
sino silábica. Hay más de tres mil signos, algunos correspondientes a sílabas
que han caído en desuso. Es posible que ciertas sílabas no las hayas oído
nunca, aunque seas un hablante nativo.
-Como ciertas palabras del inglés que
ya nadie usa, y casi nadie conoce.
-Así es.
-Le agradezco mucho por su
información. ¿Quiere decirme su nombre?
-Quong Li. Aquí algunos me llaman Q.
-Han sido muy amable, Quong -Sinclair
se esforzó por pronunciar correctamente el nombre del chino-. Buenas tardes.
El anciano hizo una reverencia, al tiempo que juntaba las manos.
-La paz sea con usted.
Sinclair cruzó el bosque susurrante de linternas de papel, sintiendo una
extraña nostalgia al abandonar el templo.
-Hola, jefe.
-¿Cómo estás, Jo?
-Parnell está a buen recaudo en la
Jefatura.
-Bien hecho. ¿Se resistió?
-En absoluto -la oficial sonaba un
tanto decepcionada-. Manso como un cordero.
-Es que tú eres irresistible -lanzó
Sinclair, pues la ocasión era propicia.
-Supongo -respondió ella con
sequedad.
-¿Qué hay del móvil de la víctima?
-Siguió él, profesional- ¿Descifraron su contraseña?
-Sí, acaban de dármelo abierto. Su
último llamado la noche del crimen fue a un sitio de comidas delivery, para
pedir sushi.
-¿A qué hora fue eso?
-Sobre las 22:30.
-Media hora antes del asesinato…
-Sí.
Una idea cruzó rápidamente por la mente del inspector.
-¿Cómo se llama ese lugar de comidas?
-"Sushi delight". Este es
el número para pedidos: (...)
-Lo tengo, bye.
-Adiós, jefe.
Sinclair googleó el nombre del delivery de comidas: daba una dirección a
seis calles del domicilio de Sue McKenzie. Subió al Jaguar y atravesó
Manhattan, saliendo por el puente Sur hasta arribar al sitio indicado cuando
cuajaba la noche. Era un local pequeño, con un asiento de plaza en la acera
para esperar los pedidos. Sinclair entró al local y se identificó exhibiendo su
placa.
-Inspector Sinclair, policía del
estado de Nueva York.
-¿En qué puedo servirle?
Lo había atendido un veinteañero de
barba y cabello ensortijado.
-Necesito confirmar un llamado que
ustedes recibieron el 11 de agosto sobre las 10:30 PM.
-¿Puedo saber el motivo?
-Es por una investigación policial
-respondió vagamente Sinclair.
El joven se fue a la computadora tras el mostrador.
-Páseme el número desde donde
llamaron.
Sinclair tenía agendado el móvil de Sue McKenzie -por rutina lo hacía
con todas las víctimas de un delito que debía investigar-, y se lo dictó al
comerciante.
-No tenemos ningún llamado de ese
número el día 11 de agosto.
-¿Está seguro?
-Sí. El cliente figura como Sue Mc
Kenzie.
-Exacto. ¿Cuándo fue el último pedido
de ella en sus registros?
-A ver… el 5 de julio.
En ese momento estacionó una moto del delivery en la vereda, y entró al
local un joven con casco.
-Oye Bob, ¿Tú llevaste algún pedido a
lo de Sue McKenzie esta semana?
-¿La rubia que sale por Tik tok?
-La misma.
-No. Hace bastante tiempo no le llevo
nada…
-¿Este es tu teléfono para pedidos? -
terció el inspector, y le pasó el número.
-A ver… No. Ese no es mío.
-Comprendo. Gracias por su
colaboración.
-De nada.
Sinclair abandonó el local pensativo. Empezaba a sospechar cómo había
entrado el asesino al departamento de la víctima.
La mañana siguiente se extrañó al ver un nutrido grupo de periodistas a
la puerta de la Jefatura. Debía haberlo previsto, pero su mente estaba ocupada
en otros asuntos.
-Inspector, unas palabras sobre el
caso McKenzie, para CNN.
El individuo le había puesto el micrófono contra la boca con un jab
perfecto. Sinclair debió esquivarlo moviendo la cintura como un boxeador.
-Sin comentarios -alcanzó a decir, y
se escabulló, pero una pared de micrófonos se interpuso entre él y la puerta de
la Jefatura.
-¿El asesino opuso resistencia?
-¿Cómo lo atraparon?
-Algunos dicen que la víctima lo
había denunciado por violencia de género. ¿Por qué la policía no actuó antes?
Ante semejante catarata de despropósitos y acusaciones infundadas,
Sinclair se lo pensó mejor y resolvió hacer frente a la jauría periodística. De
nada valía eludir a la prensa, ellos ya habían condenado sin prueba alguna.
-No hay registrada ninguna denuncia
por maltrato contra Parnell Talbot -respondió-. La investigación está en curso,
y su arresto responde a la necesidad de determinar con exactitud ciertas
circunstancias, no prejuzga nada acerca de su culpabilidad.
-Jamie Le Clerc de Fox News.
¿Pretende insinuar que Parnell Talbot no es culpable?
-Todas las personas son inocentes
hasta que se demuestre lo contrario. Es un principio básico del derecho penal.
Ahora si me permiten…
Extendió los brazos hacia adelante y apartó los micrófonos como quien
bucea en el mar, llegando con el impulso hasta la puerta de la Jefatura, que
cerró detrás de él.
-Uf!
Carmen Jo sonrió divertida al verlo entrar tan sofocado.
-La fama no es para usted, jefe.
Sinclair se recompuso, para mantener la imagen ante su subordinada.
-Tráeme la Notebook de Sue McKenzie.
Se dirigió a su despacho, y enseguida lo secundó la oficial cumpliendo
su encargo. Hizo clic sobre el ícono de Gmail y se abrió el correo de McKenzie
de manera automática.
-Veamos…
Revisó los últimos mensajes, sin encontrar al principio lo que buscaba.
Retrocedió un mes en el tiempo y…
-Bingo!
Carmen Jo, inclinada sobre su hombro, se contagió de su entusiasmo, aún
sin conocer el motivo.
-¿Qué?
-Lee.
-"Sushi delight tiene un nuevo
teléfono. Llámenos ya y haga su pedido. Como siempre, calidad y dedicación al
servicio de nuestros clientes".
Ella se quedó mirándolo, aún sin comprender del todo.
-¿El último llamado de McKenzie fue a
este número?
-Verifícalo.
Carmen Jo corrió a traer el móvil de la víctima, y volvió al instante.
Abrió los llamados efectuados y leyó el último número.
-Es el mismo… ¿Qué significa?
-Ayer estuve personalmente en
"Sushi delight", y no han cambiado su teléfono. Este mensaje fue
enviado por el asesino mediante phishing o suplantación de identidad.
La oficial se tapó la boca, reprimiendo un "Oh" de sorpresa.
-Entonces ella agendó el teléfono
falso y llamó para pedir sushi a su propio asesino!
-Exacto. El tipo habrá llegado con un
recipiente térmico en la mano, y al abrirle ella la puerta de calle, la atrapó
y la llevó hasta su piso tapándole la boca para evitar que gritase. Luego con
su llave abrió la puerta del apartamento… el resto ya lo sabes.
-Es una buena hipótesis.
-Es más que eso, Jo. Explica los
cabos sueltos, como las huellas en la campanilla y el mensaje falso a la
víctima. Cuando una hipótesis cuadra con todas las circunstancias, es la
solución.
-Entonces no la mató Parnell, según
usted.
-Obviamente.
A Sinclair le molestaba ese "según usted", pero se dijo que no
era a su subordinada a quien debía convencer, sino al juez.
-Hay algo que no entiendo… -repuso la
oficial- ¿cómo sabía el asesino que Sue pedía sushi en ese delivery?
-Simple.
Sinclair abrió la página de Instagram de la víctima, y pasó fotos hasta
encontrar la que buscaba: una instantánea en el balcón, donde aparecían ella y
Parnell comiendo sushi. Debajo ponía "Ni en Japón encuentras un gusto tan
rico como en Sushi Delight".
-Vaya..
-Son los riesgos de mostrarle tu
intimidad a todo el mundo.
En ese momento vieron por la puerta
entreabierta del despacho que alguien se presentaba en la guardia de la
Jefatura invocando el nombre de Parnell Talbot. Era un hombre joven con rastas
y unos tejanos estudiadamente agujereados para dejar ver parte de sus piernas.
-Déjame la Notebook y ve a ver qué
quiere.
La oficial cerró la puerta y el inspector pasó el resto de la mañana
despachando papeleo de otros casos que llevaba entre manos. Cuando salió a
almorzar vio a Carmen Jo de palique con el sujeto de las rastas, quien había
entrado a la Jefatura tres horas antes.
Se dirigió a Denny's, su restaurante favorito, y pidió unas chuletas con
huevos, que vinieron como de costumbre en una sartén individual que conservaba
el calor de la cocción. Pidió postre, como premio por haber descubierto la
estratagema del asesino en el caso McKenzie. Estaba terminando el helado de
crema con manzana horneada y canela -especialidad de la casa- cuando sonó su
móvil. Con sorpresa leyó en la pantalla la identificación del llamado: el
director del departamento en persona, Jeff Arnolds.
-Comisionado Arnolds, un placer
saludarlo.
-Me gustaría decir lo mismo,
Sinclair.
-¿Algún problema?
-Usted solo se ha puesto en problemas,
por hablar de más con la prensa.
-...
-Dígame ¿cuántos años lleva en la
policía?
-Veinte.
-¿Y no sabe aún que nunca hay que
ponerse del lado del detenido?
-Vea comisionado… -decidió ser
valiente- si yo dejo que los medios digan que la policía considera culpable a
Parnell Talbot, la cúpula entera de la institución, usted incluido, se verá en
problemas para explicar por qué inculpamos a un inocente.
-¿Usted tiene evidencias para afirmar
que Talbot es inocente?
-Sí.
-Más vale que sean convincentes, o
vaya despidiéndose de la fuerza.
-¿Tanto lo asustó la fiscal?
-¿Cómo dice?
-Me oyó.
Silencio tormentoso. A Sinclair no le gustaba el tipo.
-Esta tarde venga a verme a las seis.
Con la evidencia que tenga.
-Allí estaré.
Colgó.
-Diablos…
4
6:08 PM. Oficina del Comisionado Arnolds.
Sinclair entró a la oficina del piso 76, con vistas al bajo Manhattan.
Por un momento sintió vértigo, los rascacielos cercanos se precipitaban hacia
abajo con un grito suicida, haciendo viajar su terror por los reflejos
metálicos. Alrededor de una mesa de directorio se había congregado un aquelarre
compuesto por Brian Thompson, jefe de policía, un individuo que de momento no
identificó pero supuso que pertenecía a Asuntos Internos, la fiscal Eva
Langdon, el joven de rastas y jeans agujereados que viera esa misma mañana en
la Jefatura, y el propio Comisionado Arnolds presidiendo la reunión.
-Llega tarde.
Sinclair no se disculpó.
-¿Puedo tomar asiento o se me acusa
de algo? -dijo, y tomó asiento sin aguardar permiso.
-Siéntase como en su casa -respondió con
ironía el Comisionado.
-En cierto modo lo es -retrucó el
aludido.
-El motivo de esta reunión -arrancó
el director- es asegurarnos de que el departamento de policía de Manhattan
muestre coherencia en sus comunicaciones a la prensa. El caso McKenzie ha ganado
notoriedad en la opinión pública, y no podemos permitir que un miembro de la
fuerza exprese opiniones discordantes con el resto del equipo policial. Eso
daña nuestra imagen pública.
Arnolds hizo una pausa y miró a Sinclair.
-Usted, inspector, ha tomado partido
por un detenido sospechoso de un crimen de género. Déjeme decirle que nadie
aquí presente cree en la inocencia de Parnell Talbot. Sus declaraciones en su
favor chocan con el criterio del resto de la fuerza.
El aludido se mantuvo en silencio, porque sospechaba que el sermón no
había terminado. En efecto, la tormenta no había hecho más que empezar.
-Por eso están aquí la fiscal Langdon
y el licenciado en psicología Lester Ryan -continuó-. Para hacerle ver dónde
metió la pata. Fiscal Langdon, por favor, explíquele al inspector las razones
que incriminan al detenido Talbot.
La fiscal se puso de pie, lo cual no significó gran ganancia de altura
respecto de cuando estaba sentada.
-Señores, la evidencia preliminar del
caso Mc Kenzie apunta a que el arrestado Parnell Talbot cometió un crimen de
odio contra su pareja, por su condición de mujer. Presumir su inocencia es un
despropósito, es tomar una actitud medieval, cuando el hombre decidía sobre la
vida o muerte de la mujer como si fuese su propiedad. ¿Quiere el inspector
Sinclair soltar a este asesino, para que vuelva a matar? No se debe permitir
que en la Justicia y la Policía, que es su brazo ejecutor, haya representantes
del patriarcado. Los tiempos cambian, y nuestras instituciones deben cambiar
con ellos.
Sinclair miraba los rostros del Jefe de policía Thompson y del agente de
asuntos internos, y creyó descubrir en ambos una luz de escepticismo ante la
pobreza de argumentos de la fiscal, y el carácter ideológico de su discurso que
sólo repetía lugares comunes.
-Licenciado Ryan, tiene la palabra
-el Comisionado parecía un poco desilusionado con el discurso de la fiscal.
-Se ha requerido mi opinión experta
sobre el arrestado Parnell Talbot -empezó el de las rastas-. Tuve una
entrevista con él esta mañana en la Jefatura de policía. Mí impresión es que
tiene una personalidad narcisista alimentada por un profundo complejo de
inferioridad racial y con tendencia a la psicosis. Su relación de amor-odio con
la víctima estaba condicionada por pautas raciales que lo hacían sentirse
superior por poseer a una mujer blanca, al mismo tiempo que la despreciaba por
pertenecer a dicha raza. Al principio de la entrevista declaró que la amaba,
pero en otro momento la tildó de "inconstante y caprichosa, como todas las
blancas". Tales contradicciones en su psiquis lo condujeron a un callejón
sin salida, del cual solo podía salir matándola, cumpliendo así el papel de
vengador de su raza ancestral.
Durante todo este discurso Sinclair estuvo mirando con sorna al Comisionado,
quien terminó apartando la vista. Se hizo un silencio incómodo durante un
minuto entero.
-¿Terminó? -preguntó al fin Sinclair.
-Si tiene algo que decir, hágalo
ahora -concedió Arnolds de mala gana, ante la mirada de los otros dos policías.
El inspector se puso de pie para exponer su caso.
-Aún está por verse quien metió la
pata -dijo a modo de introducción-. La noche del crimen, la víctima recibió la
visita de un delivery falso, quien se hizo pasar por su proveedor habitual de
sushi.
Abrió la notebook de McKenzie y la puso enfrente de los dos policías.
-Este es el mensaje falso que recibió
McKenzie, dando un nuevo teléfono para pedidos de sushi. Ella llamó a ese
teléfono media hora antes de ser asesinada.
-¿Y cómo conocía el asesino cuál era
su proveedor de sushi? -saltó la fiscal- Solo Talbot lo sabía.
-Error -ahora Sinclair giró la
notebook para que Langdon pudiese verla-. Sue McKenzie compartió con sus
seguidores de Instagram cuál era su proveedor favorito: "Sushi
Delight".
-Entonces el asesino pudo entrar en
su edificio haciéndose pasar por un repartidor de sushi.
-Exacto.
Quien había hablado era el Jefe de policía Brian Thompson.
-Usted desvía las sospechas sobre
Parnell Talbot, para dirigirlas sobre un desconocido, que nunca podremos
identificar -repuso el Comisionado.
-Nunca digas nunca.
-¿Y cómo piensa atrapar a ese
fantasma?
-Tengo una pista.
La fiscal empezaba a ver perdida la partida, pero quiso ocultarlo siendo
irónica.
-A ver… ilumínenos.
Sinclair le puso delante de la cara el informe de dactiloscopia.
-Hay huellas de una tercera persona
en la escena del crimen, aparte de Sue y su novio. Están sobre una campanilla
de origen tibetano que parece haber sido dejada ex profeso por el asesino.
-Déjeme ver eso.
Sinclair le entregó el informe y prendió un cigarrillo para relajarse.
Al rato Langdon le devolvió el documento con desdén, recibiendo como respuesta
un aro de humo en plena cara lanzado por el inspector. Sonrió humillada, sin
poder creer tanto descaro. Entretanto, el Comisionado componía el gesto para no
quedar mal parado ante sus colegas.
-Muy bien, Sinclair. Profundice esa
línea de investigación.
La reunión se disolvió en apenas segundos, con unos pocos apretones de
manos por compromiso que parecieron subrayar la ausencia de empatía entre los
presentes.
5
Candy G tenía 16 años, pero aparentaba 18. O bien tenía 18 años y
aparentaba 16. El caso es que esta influencer de origen portorriqueño tenía el
aspecto de una niña de la preparatoria. Y no solo el aspecto, en sus videos
breves solía aparecer con el uniforme escolar, de pollera muy corta a cuadros y
blusa anudada a la cintura, como si recién volviese de la escuela. De hecho era
así, pues mientras ella bailaba sensualmente frente a la cámara de su móvil,
echaba miradas nerviosas hacia atrás por si alguien de su casa la veía. En uno
de sus videos incluso podía observarse al fondo detrás de ella a un hombre
entrando una bicicleta a la casa.
Estos videos subrepticios y muy calientes hacían furor en Kwai, la
plataforma de moda para videos hot al límite de la censura. Los videos de Candy
a veces rebasaban ese límite, como aquél donde bailaba entre varios
adolescentes acostados boca arriba, y en cierto momento se le sentaba a uno
sobre la cara. La influencer se contoneaba largo rato y saltaba aplastando el rostro
humillado al ritmo de un reguetón, hasta alcanzar un orgasmo simulado o real,
no se sabía bien. El vídeo sumó diez megas de visualizaciones, hasta que fue
retirado de la plataforma.
La banda que bailaba en los videos de Candy -llamarla ballet era muy
pretencioso, y quizá inexacto- eran sus propios compañeros de escuela. Cinco
muchachos de su edad que la seguían como perros enamorados y la defendían en
cualquier circunstancia. Los videos no hacían más que reflejar la vida diaria
de la banda.
Cuando ella montaba impulsivamente sobre uno de sus compañeros, los
demás no intervenían, como si fuese una danza sagrada. Pero siempre a último
momento lo dejaba con las ganas, pues su juego era tenerlos a todos
insatisfechos y pendientes de su capricho. Luego actuaban eso mismo en una
coreografía, y subían el vídeo editado a Kwai.
Candy G también tenía su página de Instagram, por supuesto. Sus
seguidores se multiplicaban exponencialmente, y le enviaban mensajes subidos de
tono, aunque en su mayoría eran aduladores. Candy los leía con vanidad, y a
veces con excitación. Quería sentirse deseada por hombres de tierras lejanas,
cuánto más salvaje y represivo fuera el país, más la encendía provocarlos.
Recibía mensajes escritos en árabe, en cingalés; no los comprendía, pero los
emojis con fuego y corazones eran suficientemente expresivos para captar su
intención. Luego estaban los pakistaníes e hindúes, estos ya escribían en
inglés, y sus mensajes desesperados le producían una embriaguez prolongada,
cómo si hubiese bebido una botella entera de vino generoso.
Cierta vez leyó un mensaje distinto a todos: no era del tipo erótico, ni
adulador. Parecía escrito por un fanático religioso -su nick de internet era
Killer Buddha-, y en el fondo había un reproche. La sola idea de provocar a un
moralista inflexible la encendió, y sin pensarlo se puso a contestarle. He aquí
el diálogo:
-¿Por qué provocas a los hombres? ¿No
sabes acaso que ellos sufren por no poder tenerte?
-Sé perfectamente que su deseo por mí
los hace sufrir. Y eso me excita.
-Eres malvada entonces. En tu alma
está el demonio.
-Me encanta ser un demonio que te
hace sufrir. De noche, antes de acostarte, pensarás en mí. Y cuando estés
dormido, soñarás conmigo.
-Eres malvada.
-Jajaja... tonto!
Este diálogo estaba en los comentarios al vídeo con el uniforme escolar.
Luego, en los comentarios al vídeo donde ella bailaba sobre su compañero
recostado, el moralista volvió a reprocharle sus actitudes, provocando una
nueva discusión entre ambos:
-Arderás en el infierno.
-No, eres tú quien arde en deseos por
mí. Y nada podrá apagar ese fuego. Nada.
-Malvada… eres el demonio mismo.
-Pobrecito… ¿sufres mucho?
-El Buda enseña a suprimir el deseo…
pero yo no puedo hacerlo.
-Ay pobre… ¿me deseas día y noche, no
es cierto?
-Maldición… sí.
-Jajaja… ¡tonto!
Candy G y su banda publicaron un nuevo video de twerking al estilo
brasileño. Caminaron por las calles de Mt Vernon llevando un radiograbador,
hasta dar en una pequeña plaza poco concurrida. Allí pusieron la música a todo
volumen y empezaron a bailar hasta atraer la atención de algunos curiosos.
Candy dejó caer la capa que la cubría y quedó con una falda testimonial, que
descubría enteramente sus bien formados glúteos. Invitó a bailar a un sin techo
que la observaba embobado, y lo arrastró al centro del círculo que formaban sus
amigos y otros curiosos.
El sin techo quedó sentado en el piso, mientras Candy se contoneaba
provocativamente ante él. Entonces ella apoyó las manos en el suelo y
estirándose en posición horizontal, calzó los tobillos a ambos lados de su
cuello, de modo que lo tuvo atrapado firmemente. La música cambió a un ritmo
primitivo de tambores y ella flexionó las piernas, llevando la cara del tipo a
chocar contra sus nalgas, una y otra vez.
Sus amigos filmaban esa escena humillante, donde el sin techo era
sacudido con violencia como un pelele sin voluntad, yendo a estrellar su cara
contra el objeto de su deseo, que nunca podría poseer. Candy comenzó a hacer
poses para la cámara, haciendo la V de la victoria mientras mantenía presionada
la cara del indigente contra sus nalgas.
La canción terminó y ella se alejó despreocupada, desairando a su
partenaire. Ya nunca podría tocarle un pelo, so pena de ir preso por acoso.
-¿No te da vergüenza lo que haces?
-No. ¿Y tú por qué miras?
-No puedo evitarlo.
-Miras porque te gusta lo que hago.
-Sí...llevo el demonio adentro.
-Yo también. Somos iguales…
-Pero tú abusas de tu posición
superior. Eres malvada.
-Deja ya de lloriquear. Mira mis
videos y mastúrbate lamiendo la pantalla…
-Vas a pagar por esto.
-Ja ja ja… ¡tonto!
6
-¿Cómo fue su fin de semana, jefe?
-De maravilla. ¿Y tú?
-Genial.
Carmen Jo unió las manos formando un corazón. Sinclair no necesitó
preguntarle con quién había salido.
-Al trabajo. ¿A qué hora citaste a la
señora Dermont?
-A las diez. También cité a esa hora
a Barron Bridges, el acosador de Sue McKenzie.
-Yo interrogaré a Bridges. Tú
interroga a Dermont. Que describa con detalle cada ruido que oyó.
-A la orden.
El inspector fue a la máquina de café y se sirvió un capuchino. Mientras
bebía la aromática infusión vio entrar a la Jefatura un joven alto y huesudo,
que se presentó en la guardia como Barron Bridges. Le hizo una señal con la
mano que sostenía el pocillo de café.
-Venga conmigo.
Entraron juntos a su despacho y ambos tomaron asiento escritorio de por
medio, a puertas cerradas. Sinclair miró a Bridges un rato sin decir nada. Era
su técnica para poner nervioso al otro, antes de empezar el interrogatorio.
-Dígame su nombre completo.
-Barron Samuel Bridges.
-¿Edad?
-19.
-¿Conoce personalmente a Sue
McKenzie?
-Sólo la vi en una audiencia judicial
hace dos años.
-¿Ha tenido trato con ella desde
entonces?
-No.
-¿Ve su canal de Tik tok?
-No puedo. Me tiene bloqueado.
-¿Dónde estaba la noche del lunes
pasado, 11 de agosto?
-En Oregón. Pasé todo el mes en la
granja de mi tío y volví el viernes.
-¿Volvió en avión?
-Sí, por American Airlines.
-Abra su mail por favor.
-¿Ahora?
-Sí. Debe tener aún el e-ticket en un
mensaje. ¿O lo borró?
-No, no lo borré… aquí está.
Bridges le pasó su móvil al inspector para que pudiese leer el mensaje
abierto: efectivamente, era un pasaje electrónico a nombre de Barron Bridges
para el día 15 de agosto, en el vuelo desde Portland, Oregón, a Nueva York.
-¿Me autoriza a enviarme este mensaje
a mi mail?
Bridges se encogió de hombros.
-Sí.
Sinclair envió el mensaje a su propio correo, y luego buscó otro mensaje
similar un mes antes: allí estaba, un e-ticket desde Nueva York a Portland el
22 de julio, que también reenvió a su correo. El muchacho había pasado el
corazón del verano vacacionando en la granja de su tío.
-¿Tiene testigos de que estuvo allá?
-Supongo que sí. Mi tío George, mi
tía Ellen… Kimberley, mi prima… Logan White, su novio, con quien fuimos a
surfear a la playa…
-Envíeme sus direcciones de email y
sus números de móvil, para corroborar lo que dice.
Barron Bridges estuvo tecleando un rato, copiando direcciones y enlaces.
Al cabo de unos minutos Sinclair recibió un mensaje en su correo con todos los
datos requeridos.
-Muy bien, joven, puede retirarse.
Se estrecharon la mano y Bridges partió con cara de alivio. No se sentía
cómodo dentro de una Jefatura de policía.
-¿Qué hay?
Carmen Jo estaba al otro lado del
intercomunicador.
-Creo que debe oír esto, inspector.
Le pasó la grabación de una llamada
recién recibida.
"-Jefatura de policía.
-Hola… quiero hacer una denuncia.
-Diga usted.
-Estoy en la esquina de Jefferson y
Lafayette. Enfrente mío hay una ventana con una cabeza cortada.
-¿Seguro no es un maniquí?
-No creo… chorrea sangre.
-¿Puede decirme la dirección exacta?
-No veo que el edificio tenga número.
Pero es en el primer piso.
-¿Su nombre?
-Chatworth Murray.
-Enviaremos una patrulla."
Sinclair soltó una maldición al tiempo que se calzaba la cartuchera con
el arma reglamentaria.
-Vamos para allá.
-Entendido, jefe.
Subieron al coche patrulla y Sinclair se puso al volante. En el camino
le pidió a la oficial detalles de su entrevista con la señora Dermont.
-Le pareció oír gritos adentro del
edificio. Aguzó el oído, pero por un rato no percibió nada. Luego empezaron a
escucharse gritos más cercanos, que provenían del piso de abajo: gritos agudos
de mujer, terribles… ella tuvo la certeza de que estaban matando a alguien.
Llamó a la policía, pero ya era tarde.
-Eso confirma mi idea. El asesino la
atrapó al abrirle ella la puerta de calle del edificio -Sinclair conducía por
calles laterales buscando eludir el tránsito-. Luego la llevó al apartamento
por la fuerza, entrando con su llave.
-Pobre señora Dermont… está tomando
tranquilizantes. Dice que los gritos aún resuenan en sus oídos.
Por fin llegaron a la dirección indicada en la esquina de Jefferson y
Lafayette. Sinclair aparcó y ambos salieron del coche, mirando las ventanas
cercanas.
-Allí.
La cabeza cortada se asomaba a la ventana, echando una mirada terrible a
los viandantes. Aparentemente estaba clavada en una pica. La ventana pertenecía
a una edificación baja, con un local en planta baja y vivienda en el primer
piso. Sinclair tanteó la puerta de entrada, pero estaba cerrada. Tocó el timbre
y no obtuvo respuesta. Carmen Jo fue hasta la esquina y se asomó a la puerta
vidriada del local.
-Cerrado. Es una pastelería.
-Pide un cerrajero.
A los pocos minutos se hizo presente uno de la nómina policial. Metió
taladro a la cerradura sin miramientos y retiró el pestillo con facilidad.
Gastos a cargo del departamento de policía. El inspector y la oficial subieron
la escalera hasta el primer piso, donde encontraron una escena de pesadilla.
En el primer dormitorio había dos cadáveres: un hombre y una mujer
muertos sobre la cama, con sendas heridas en el cuello. Sinclair supuso que
eran los dueños de casa. En la otra habitación se tropezaron con el cuerpo
decapitado de una mujer joven de bruces sobre el suelo, y su cabeza puesta
sobre una pica contra la ventana. La hija de los dueños, a juzgar por su edad.
-Jameson, aquí Sinclair. Hay tres
personas asesinadas en Lafayette y Jefferson. Envía al equipo de dactiloscopia
y al forense.
Prendió un cigarrillo para apaciguar la primera impresión, y tras dar
unas pitadas se sintió lo suficientemente sereno para pensar analíticamente.
La puerta estaba cerrada con llave, ergo el asesino debió entrar por una
ventana. No era probable que fuese la del dormitorio, pues desde abajo había
observado que estaba sobre una pared lisa y sin asideros. Pasó al living, donde
había una puerta-ventana que daba a un balcón. Se acercó y vio que la persiana
de madera estaba semilevantada: por ahí debió entrar el asesino. Volvió al
dormitorio y examinó la cabeza cercenada: estaba clavada en lo que parecía ser
un simple palo de escoba, cuya punta debía haber afilado el asesino para servir
como pica. Se mantenía erguida dentro de un balde lleno de zapatos que le
impedían caer.
De pronto sintió el impulso de volverse sin una razón aparente: frente a
él, sobre una repisa con libros, había una campanilla tibetana idéntica a la
encontrada en el dormitorio de Sue McKenzie.
-Por las barbas de Satanás...
Sacó su móvil del bolsillo y la fotografió de cerca, luego se alejó para
incluir en la toma la cabeza contra la ventana. Estaban frente a un asesino
serial que firmaba sus obras para dejar un mensaje: a él correspondía
interpretarlo y adelantarse a sus próximos movimientos.
Estaba sumido en estas reflexiones cuando se
hizo presente el equipo de dactiloscopia. Bajó a la calle, donde encontró a
Carmen Jo aún pálida por la impresión. Miró a su alrededor: era improbable que
alguien hubiese oído gritos, pues el local de planta baja estaba cerrado y
enfrente había un garaje. El único edificio habitado cercano era el lindero a
la puerta de entrada, pero los dormitorios de las víctimas estaban del lado
opuesto, lo suficientemente lejos como para hacer inaudible cualquier grito.
Tocó el timbre del portero y estuvo hablando un rato con él: no había oído
nada. Bajaron algunos vecinos, conmocionados al saber que había ocurrido un
crimen al lado suyo. Ninguno se había despertado por ruidos inusuales. Se
dirigía ya al coche patrulla cuando vio llegar al forense.
-Buen día, Sinclair - saludó fresco
como una lechuga.
-Buen día, doc. Tendrá mucho trabajo
aquí.
-Avanzaré con mi antorcha disipando
las tinieblas del Erebo...
-Este caso tiene prioridad. Cuanto
antes tenga el informe, mejor.
Se despidió y subió al coche patrulla junto con la oficial, poniendo
rumbo a Riverside Drive.
-¿A que no sabes lo que hallé ahí
arriba?
Le pasó el móvil a su asistente, abierto en la última foto. Ella abrió
los ojos como un gato y lanzó una exclamación.
-Oh Dios…
El coche patrulla aceleró por la autopista rebasando el límite permitido
de velocidad.
-¿Identificación de los occisos?
-La pastelería está habilitada a
nombre de John Gómez y Elizabet Leiva -leyó Jameson en el informe municipal-.
Me comuniqué con el propietario del inmueble, quien confirmó su identidad.
Ellos trabajaban allí y vivían en el piso de arriba junto con su hija Candida,
de 16 años. Presumiblemente se trata de ellos.
Mientras hablaba Jameson arribó a la Jefatura un mensajero con casco de
motociclista, quien entregó un sobre al inspector. Afuera decía "De Kathy
Parsons - para el inspector Sinclair". Al abrir el sobre encontró tres
teléfonos móviles que sin duda pertenecían a las víctimas.
Sinclair buscó un contacto en su móvil y apretó la tecla de llamada.
-Hola inspector.
-Hola Kathy. ¿Aún están en la escena
del crimen?
-Sí. Esto es un desastre… Te remití
los móviles de las víctimas con una moto, es lo primero que analizamos.
-Acabo de recibirlos. Solo quería
confirmar que ya tomaste las huellas que había en ellos.
-Así es. Ya puedes tocarlos.
-Espero tu informe para ayer.
-Uy, cuánto apuro…
-Gracias, Kathy.
Cortó la comunicación y despidió a Jameson. Los tres móviles descansaban
sobre su escritorio. Abrió los dos primeros y los apartó rápidamente tras
comprobar que pertenecían a John Gómez y Elizabet Leiva. Sus últimas llamadas
estaban relacionadas con pedidos a la pastelería. Tomó el tercer móvil en las
manos y lo abrió. No tenía contraseña, al igual que los anteriores. Las teclas
de Kwai e Instagram estaban ubicadas en el centro de la pantalla, evidenciando
que el único interés de su propietaria se enfocaba en esas aplicaciones.
Ya podían los países ir a la guerra o la economía sufrir una debacle
bíblica, a ella solo le interesaba lo que se veía y comentaba en Kwai e
Instagram.
Pulsó una tecla y se abrió la aplicación de videos breves, que proponían
al espectador "videos divertidos" con fotos chuscas como portada. No
abrió ninguno, tecleó directamente en "tu canal" y se abrió la lista
de videos de Candy G. Pulsó en el más reciente, subido hacía sólo dos días, y
se puso a mirar, casi hipnotizado.
La cámara enfocaba desde abajo las rotundas
nalgas de Candy calzadas en una mínima tanga negra, aplastando un gran pastel
de masa y crema. La escena era una agonía filmada en cámara lenta: ella se
ensañaba con el pastel, descargando todo su peso una y otra vez hasta achatarlo
por completo.
-Así quedará tu cara, Killer Buddha
-desafiaba Candy en el único comentario firmado por ella, entre cientos ajenos.
-Ya sé dónde vives -fue la sola
respuesta de éste.
Sinclair levantó la mirada del móvil por unos segundos: había dado con
un diálogo entre el asesino y la víctima, apenas dos días antes del crimen.
Revisó otros videos, y encontró tres diálogos más entre ambos. En su mente se
comenzó a formar un perfil del asesino.
Abrió la cuenta de Instagram de Candy G y fue pasando fotos de ella
festejadas por infinidad de emojis con corazones y fuego. La mayoría de los
comentarios eran aduladores, casi todos escritos por hombres, aunque también
detectó algunos firmados por mujeres. Los videos subidos a Kwai estaban
intercalados aquí y allá en la página, pero un atento examen no reveló ningún
otro comentario firmado por Killer Buddha.
Se frotó los ojos cansados. Había pasado más de dos horas revisando
comentarios en Kwai e Instagram, y necesitaba descansar la vista. Salió de su
despacho con la intención de almorzar, y se topó con Tim Doherty, el cronista
de policiales del New Yorker, quien lo había estado aguardando pacientemente en
la guardia.
Al verlo se puso de pie y le extendió el puño, que Sinclair chocó con el
suyo, según la moda impuesta por la pandemia. El hombre quería su hueso.
-Parece que tienes trabajo, West.
-¿Qué hay, Tim? ¿Pasabas cerca y
viniste a saludarme?
-Las noticias vuelan...
-Salía a almorzar ahora.
-Te acompaño, aunque ya comí.
Sinclair no se opuso. En su trabajo, la prensa era importante. Podía
alertar a un sospechoso o llevar a condenar a un inocente. O costarle el puesto
a un inspector de policía. Había que cultivar buenas relaciones con ella, a
cambio de información, claro. Las primicias vendían.
Entraron a Denny's y fueron acompañados hasta la mesa reservada al
inspector junto a la ventana.
-Hoy tenemos salmón fresco - les
informó el mozo.
-Pediré eso con puré.
-Y yo un café- añadió Doherty.
Sinclair prendió un cigarrillo y extendió las piernas bajo la mesa,
relajado.
-Tal parece que tenemos un asesino
serial -dijo Doherty sin mayores preámbulos.
-¿Qué te han contado?
-Se dice por ahí que apareció una
segunda mujer decapitada.
-Es correcto.
-A los del Herald no les va a gustar.
Ellos ya habían cargado su artillería contra el novio de Sue McKenzie. Armaron
todo un discurso sobre crimen de género entre convivientes de distintas razas…
esto les va a pinchar el globo.
-Tal vez no lo acepten. Dirán que el
segundo crimen es obra de un imitador, inspirado en la decapitación de
McKenzie.
-¿Y tú qué opinas? ¿Tienes evidencias
que conecten ambos crímenes, aparte el modus operandi del asesino?
Sinclair permaneció en silencio mientras el mozo traía su habitual
cerveza y un café para Doherty. Aprovechó la interrupción para pensar qué debía
contarle a la prensa, y sobre todo, qué convenía callar. Decidió que escatimar
información perjudicaría a Parnell Talbot.
-En la escena del crimen de Sue
McKenzie se hallaron huellas dactilares de una tercera persona. Estaban sobre
una campanilla de origen tibetano abandonada sobre la mesa de luz.
-¿Era un adorno, o un recuerdo de
viaje?
-No. Era la firma del asesino.
Doherty quedó con la boca abierta, pero seguía mudo.
-Esta mañana en el dormitorio de la
víctima Cándida Gómez Leiva encontramos otra campanilla igual.
-¡Guau! -exclamó por fin Doherty, encantado
con la primicia- ¡Es genial!
-Luego Parnell Talbot queda
descartado como autor del homicidio de Sue McKenzie.
-Claro… ¿Tienes pistas sobre la
identidad del asesino?
-Secreto del sumario. Ya sabes…
-Ojalá lo atrapen. Prométeme que si
lo descubres, me lo dirás antes que a nadie.
- Si tú pagas la cuenta…
En ese momento llegó el plato. Doherty apuró el resto de su café y dejó
un billete sobre la mesa.
-Bon apetit, Sinclair.
Se puso de pie y abandonó el local, mientras el inspector daba buena
cuenta del salmón con puré.
7
"Otra mujer decapitada. ¿Talbot tiene un imitador?". Sinclair
sacudió la cabeza, asqueado por la mala fe del Herald. Querían mantener preso a
Parnell a toda costa, como un rehén de su ideología. Se negó a comprar ese
tabloide, y llevó en cambio The New Yorker. Al llegar a su despacho lo abrió y
pasó las páginas hasta dar con la sección policiales. Allí leyó el titular
escrito por Doherty: "Decapitador serial". Era más conciso y tenía
más gancho que el titular del Herald. Y sobre todo, era más verdadero. Sinclair
supo que la Justicia no liberaría a Parnell hasta que él no les entregase al
asesino atado de pies y manos.
Mientras bebía un capuchino llegaron los informes de dactiloscopia y del
forense. El primero constataba que las huellas dactilares sobre la campanilla
eran las mismas del caso McKenzie. Apartó la carpeta y se concentró en el
informe del forense. A Allamistákeo le encantaban los tecnicismos del estilo
"corte sagital", "decúbito prono", "laceraciones
microscópicas", etc. Sinclair saltó por sobre esa jerga científica y
aterrizó donde le interesaba: "los cortes parecen hechos con un cuchillo
de tres filos". Frunció el ceño con extrañeza; ¿existía tal cosa? No había
signos de abuso o violación.
La hora de los decesos se estimaba en
medio de la noche, entre la una y las tres.
Levantó el intercomunicador y llamó al forense.
-Hable ahora o calle para siempre
-fue la consabida respuesta.
-Hola doc, estoy leyendo tu informe.
Dime… ¿Por qué piensas que los cortes en la garganta de Cándida Gómez Leiva
fueron hechos con un cuchillo de tres filos?
-...Hay laceraciones a 120 grados del
corte principal, producidas por dos hojas filosas. Me pareció advertirlas en el
cuello de Sue McKenzie, pero aquí están más claras.
-¿Los otros dos cuerpos fueron
heridos con la misma arma?
-No… sufrieron lesiones provocadas
por un instrumento cortante, pero no me animaría a afirmar que fue un cuchillo.
-Estás un poco misterioso hoy.
-Veritas perambulans in tenebris…
-Buen trabajo, doc.
Colgó, intrigado por las palabras del forense. Entró a internet y
googleó "cuchillo tibetano de tres filos": apareció, cómo no, el
objeto de su búsqueda.
"El Phurba en tibetano o Kila en sánscrito, también conocido como
La Daga Mágica o La Diamantina Daga del Vacío, es un puñal utilizado en
ceremonias del budismo tántrico y un auténtico ícono de las mismas. No es un
arma, sino un instrumento puramente ritual que utilizan lamas y chamanes
tántricos para ahuyentar y destruir a los demonios.
"Los chamanes y monjes que están facultados para usar el Phurba lo
emplean en rituales para la sujeción de energías negativas en ceremonias
tántricas, transformándolas en positivas.
"Pese a que el Phurba no está afilado, es un arma ritual poderosa
que se utiliza para cazar a los demonios y a los malos espíritus. Con el Phurba
los demonios son sometidos y clavados en el suelo, y obligados a reconocer la
doctrina del Buda."
Las fotos de internet mostraban diversos phurbas, todos decorados con el
rostro de un demonio en el mango, algunos incluso con piedras preciosas
incrustadas. Evidentemente se trataba de un arma simbólica, pues los tres filos
lo hacían muy poco práctico. El asesino sin embargo lo había utilizado de
preferencia a cualquier daga convencional, lo cual evidenciaba que para él, las
víctimas eran demonios encarnados, o estaban poseídas por espíritus malignos.
Había afilado las tres hojas del Phurba hasta hacer de él un arma letal:
sus asesinatos eran una limpieza del mal, así debía verlos aquella mente
enferma.
Cogió su abrigo y avisó a Jameson que esa tarde no volvía. Ya a bordo de
su Jaguar, puso rumbo a Mt Vernon. Había reconocido la pequeña plaza donde se
filmó el vídeo de twerking brasileño. Una vez allí, puso a reproducir la
primera parte del vídeo en su móvil, y desandó el camino que había hecho la
banda de Candy G, enfilando la última calle que recorrieron previa a la plaza,
y luego las anteriores, siempre en sentido inverso a ellos. Reconoció un puesto
de hot dogs frente al cual Candy se había detenido a mover sensualmente sus
caderas, mientras los muchachos la apuntaban con el índice y el pulgar
extendidos, según el uso del rap. Por último, enfiló la primera calle que
mostraba el video: allí había arrancado la filmación, frente a una puerta en
arco donde Candy tocaba la aldaba para llamar a uno de sus compañeros, quien
salía de ella y se sumaba a la banda con un radiograbador al hombro del cual
empezaba a sonar la música.
Sinclair tocó la aldaba y esperó. Al rato le abrió una mujer madura con
aire de quererlo echar.
-¿Qué quiere?
-Inspector Sinclair, policía de Nueva
York.
Exhibió su placa; la mujer calmó su prepotencia como por ensalmo.
-¿Aquí vive uno de los compañeros de
Cándida Gómez Leiva, conocida en internet como Candy G?
-S… sí. Es mí hijo.
-¿Se encuentra él en casa ahora?
-¿Lo van a arrestar?
-No, señora. El es solo un testigo.
Me gustaría hablar unos momentos con su hijo, si es posible.
-...Está bien. Lo voy a llamar.
La mujer entró y al rato salió por la puerta un adolescente con gorra,
camiseta de basquet y bermudas largas, el uniforme del rapero. Sinclair
reconoció en él a uno de los bailarines del vídeo.
-¿Cómo te llamas?
-Dave.
-¿Apellido?
-Cornwall.
-Estoy investigando el asesinato de
tu amiga Candy G. ¿Te viste con ella después de grabar su último video en Mt
Vernon?
-Sí, nos juntamos toda la banda la
tarde siguiente, era el cumpleaños de Josh.
-¿Dónde se reunieron?
-En su casa, a unas diez calles de
aquí.
-¿A qué hora saliste para allá?
-Sobre las seis.
-¿Notaste que alguien te siguió?
Dave hizo un ligero gesto de sorpresa ante la pregunta.
-Ahora que lo dice… había un tipo
raro, todo rapado. Vestía de negro, con ropas holgadas… parecía salido de la
serie Kung Fu.
-¿Oriental?
-Sí. Lo vi cuando iba para lo de
Josh, y luego de nuevo al salir de su casa.
-¿A qué hora te fuiste?
-Sería medianoche.
-¿Candy estuvo con ustedes hasta esa
hora?
-Sí, salimos juntos. Ella se fue para
su casa con Nigel.
-El oriental estaba apostado frente a
la casa de Josh ¿no es cierto?
-Estaba ahí cuando salimos. Después
no lo vi más.
-Muy bien, Dave. Gracias por tu
cooperación.
-Atraparán al maldito ¿no es cierto?
-Descuida, lo haremos. Te citaré a la
Jefatura para que hagan un identikit del sujeto de acuerdo con tu descripción.
Sinclair se despidió y volvió a su Jaguar. Estaba convencido de que el
asesino había hecho el mismo camino que él, desandando en sentido inverso las
mismas calles que recorriera la banda de Candy, desde la placita de Mt Vernon
hasta la casa de Dave Cornwall, guiándose por el vídeo. Luego acechó
pacientemente a Cornwall, sabiendo que tarde o temprano se reuniría con Candy y
sus amigos; y finalmente la siguió a ella hasta su casa cuando terminó el
cumpleaños de Josh.
Ahora todo dependía de un identikit. Y de la rapidez con que que el pelo
y la barba le crecía al asesino.
-Maestro, sabemos que las acciones
humanas no dependen únicamente de la voluntad del sujeto. Hay otras causas
poderosas que contribuyen a ellas. ¿En qué medida somos responsables de nuestros
actos?
Siddartah ya era anciano, pero aún caminaba junto a sus discípulos por
los jardines del templo.
-El ser es hijo de sus actos. Es el
acto quien reparte a los seres.
El discípulo meditó unos momentos antes de responder.
-¿Cómo es eso posible, maestro? ¿No
somos nosotros, quienes realizamos el acto, sus autores?
-Sí tú matas a alguien, te conviertes
en un asesino. Tu vida entera a partir de ese momento quedará condicionada por
tu acto. Si emprendes un negocio, serás un negociante. Si engendras un hijo te
convertirás en padre; ya nada será igual para ti. Cada acto, importante o
pequeño, te va cambiando, y hace de ti quien eres.
El discípulo hizo una reverencia en señal de respeto y se marchó.
8
"La conducta sexual es el conjunto de actos, ritos y cortejos que
conducen al apareamiento de la hembra y el macho para reproducirse y conservar
la especie; ello incluye la atractividad, proceptividad y receptividad de la
novilla o vaca así como el cortejo y la cópula por el toro (Price, 1985; Katz
& McDonald, 1992)"
La doctora en etología animal Kate Woodward cerró con disgusto el PDF de
donde copió el párrafo precedente para su paper, y abandonó su escritorio para
prepararse un café. La novilla debe actuar con "procetividad" cuando
un toro se le acerca para copular… bien sabía ella lo que éste término
significa en su campo de investigación. "Proceptivo: Que debe ser cumplido
o actuado de manera obligatoria por estar ordenado mediante un decreto o una
orden."
¿Una orden de quién? ¿De Dios? ¿O del toro? Y aunque la orden proviniese
de Dios, eso no le inspiraba suficiente respeto como para someterse.
"Parirás con dolor…" que asco. Probó el café y se tranquilizó. Una
idea loca germinó en su mente, y sintiendo un calor de excitación en todo el
cuerpo, decidió ponerla en práctica de inmediato. Miró la hora: apenas la 1:30
PM. Había tiempo: el zoo estaría abierto hasta las 6. Decidió llamar a su amigo
Patch Simmons.
-¿Hola Patch? ¿Qué haces?
-Nada. O mejor dicho, pienso en ti a
todas horas.
-Ja ja… oye, se me ocurrió una idea
loca. Quiero ir a filmar un vídeo al zoo del Bronx. A ti te queda cerca.
-¿Ahora?
-Ahora.
-Bueno...¿por qué no? Tengo una
reunión por zoom en un rato, calculo terminar poco después de las 3. Puedo
estar en el Bronx a las 4.
-A las 4 entonces, nos encontramos en
la boletería.
Colgó. Siempre podía contar con Patch. Buscó en su vestidor la calza más
ajustada que tenía y se la fue subiendo por las piernas con un esfuerzo
placentero: tenían el llamado "efecto piel", adhiriéndose a sus
piernas torneadas como por un artista, sin formar arruga alguna. Se miró al
espejo, satisfecha: tenía una figura esbelta y de formas llenas a la vez. A sus
42 años, su trasero prieto y bien formado podía competir en firmeza con
cualquier veinteañera. Calzó unas botitas con tacones altos y un top ceñido en
el pecho. Así vestida fue a buscar su auto y condujo dos horas hasta Nueva
York. Llegó al zoo del Bronx sobre las 4 PM, y aparcó en el estacionamiento. Al
acercarse a la boletería vio a Patch dándole la bienvenida con dos boletos en
la mano. Se saludaron con un beso, y él pegó un silbido de admiración.
-Vaya, Kate! Así deberías vestirte
siempre.
-Tal vez use este look en el próximo
congreso de etología animal.
-Causarías sensación.
-¿Entramos?
Ingresaron al zoo dejando a su paso una estela de miradas que oscilaban
entre la admiración y la envidia, llegando en algunos casos el reproche mudo
por la forma provocativa de vestirse. Pasaron por las jaulas de los leones y un
amplio espacio destinado a las jirafas, hasta llegar a una construcción
cubierta terminada en un gran ventanal vidriado, a través del cual se veían
monos en un entorno de arena con árboles, a cielo abierto. La gente se sacaba
fotos frente a la gran vidriera, con los monos de fondo.
-Alista tu cámara, Patch. Vamos a
filmar aquí.
Patch no hizo preguntas. La amistad entre ambos había sobrevivido a los
años gracias a la constancia incondicional de él, quien admiraba la belleza y
la inteligencia de Kate no tan en secreto. Cuando tuvo listo el móvil, ella
fingió posar para las fotos, pero le dijo en voz baja:
-No filmes todavía.
Estuvieron un rato así hasta que una familia a su lado terminó de
sacarse fotos con los monos, y se retiró. El lugar quedó momentáneamente vacío.
-Filma ahora -urgió Kate, y empezó a
hacer twerking junto a la vidriera, de espaldas a los monos.
Los movimientos de sus nalgas turgentes eran provocadores, y atrajeron a
los primates. Un chimpancé grande se puso justo frente a ella y empezó a
golpear el vidrio con el puño, demostrando urgencia por cubrirla. Al mismo tiempo,
un chimpancé pequeño quería ocupar su lugar, pero el más grande lo apartaba,
mientras seguía golpeando el vidrio, reclamando a la mujer. Kate los veía volteando la cara, mientras mantenía
el movimiento nervioso de sus nalgas, que enloquecía a los monos. Ella estaba
encendida por la sorpresa: nunca había visto animales responder de una manera
tan humana a la provocación de una mujer. Le clavó la mirada al chimpancé
grande, ebria de placer, mientras el animal continuaba reclamándola
inútilmente.
En ese momento se acercó gente y Kate cesó el twerking frente al mono,
sonriéndole con inocencia a Patch. ¿A que había sido una buena broma?
"El concepto de proceptividad en la conducta sexual animal,
postulado por investigadores como Price, Katz y Mc Donald, debe ser revisado en
cuanto respecta a los animales más próximos al hombre, ya sea por su cercanía
evolutiva o por su convivencia estrecha, tales como los chimpancés y los
perros. Experimentos recientes muestran que los primeros son capaces de responder
a la conducta provocativa de una hembra humana de un modo que no cuadra con los
supuestos imperativos naturales."
La doctora Woodward planeaba ampliar su experimento sobre la conducta
sexual de los chimpancés, e incluir los resultados en la ponencia que
presentaría durante el congreso internacional de etología animal a celebrarse
en noviembre en la universidad de Eton, Reino Unido.
-Buenas tardes, Kate -saludó Bruce
Taylor al entrar a la sala de profesores donde ella se encontraba escribiendo
en su Notebook. Era su colega y ex marido.
-Hola, Bruce -ella cerró la Notebook
y se puso de pie-. Tengo una clase ahora.
-Estás preciosa con ese traje. El
negro te sienta muy bien.
-Gracias -respondió secamente y
abandonó la sala de profesores rumbo al aula.
Se habían separado tras ocho años de matrimonio, por la insistencia de
Bruce en tener hijos. Ahora él era padre de un niño de un año con su nueva
mujer, pero no había cesado de desear a Kate, por lo cual ella lo evitaba
cuanto podía.
"Que te aproveche tu paternidad
-se dijo a sí misma-. Un chimpancé me ha encendido en pocos minutos más que tú
en ocho años de convivencia."
-Hola Patch. ¿En qué andas?
-Oyendo a Bruce Springsteen. ¿Y tú?
-Relajándome en la cama.
-Uy…
-Oye. Ese mono que filmamos en el zoo
del Bronx se comportó de una manera muy rara. Quiero ampliar mi investigación
de su conducta.
-Te confieso Kate, que ese vídeo me
enciende cada vez que lo veo. Si quieres filmar uno nuevo, no tienes más que
pedírmelo.
-¿El viernes por la tarde puedes?
-Puedo.
-A las 4 Pm en la boletería entonces.
-Allí estaré.
-Eres un dulce.
El viernes Kate llegó puntual a encontrarse con Patch, quien la esperaba
frente a la boletería del zoo con boletos para ambos. Kate iba con un vestido
suelto para evitar llamar la atención, porque quería estudiar la conducta del
mono antes de lanzarse a la acción. Por debajo del vestido llevaba un minishort
tejano muy ceñido, que le descubría más de la mitad de las nalgas.
Llegaron frente a la vidriera de los monos y buscaron con la mirada al
chimpancé grande de la vez pasada; lo hallaron sentado sobre sus cuartos
traseros, junto a una hembra que se movía a su alrededor, rozándolo cada tanto.
-Cuando una hembra roza
intencionadamente a un macho, es porque quiere sexo con él -dijo Kate.
El chimpancé grande, sin embargo, la ignoró, hasta que la hembra se
cansó y se apartó de él. Entonces Kate vio su oportunidad, al vaciarse el lugar
de visitantes. Patch empezó a filmar cuando ella se quitó el vestido: quedó de
short y tacones altos, con sus nalgas semidescubiertas frente a la vidriera.
Al verla el chimpancé grande se puso
alerta y vino de inmediato hacia ella, mostrando un vivo interés. Esta actitud
contrastaba con su indiferencia previa hacia la chimpancé hembra, de manera
inexplicable. Un reguetón empezó a sonar en el móvil de Kate, quien se puso a
bailar un twerking descarado a escasos centímetros del mono. El animal golpeó con urgencia el vidrio, como la vez
anterior, pero al cabo de un rato quedó estático, contemplando sus movimientos.
Poco a poco se fue hundiendo como un espectador en su butaca, resignado.
El macho alfa ya no exigía nada: se había rendido. Kate se supo dueña de
la situación, y junto con una embriagadora sensación de poder, le bajó la
dulzura del cielo entre las piernas. Pegó sus nalgas al vidrio y comenzó a
contonear sus caderas circularmente frente a la cara inmóvil del mono, que se
entregó apoyando un largo beso sobre el vidrio.
Kate puso los ojos en blanco, y Patch hubiese jurado que experimentaba
un orgasmo.
El reguetón terminó y ella se apartó entre risas, quitándole importancia
a la cosa.
"El sujeto del experimento es un chimpancé macho del zoológico del
Bronx. En una primera visita respondió a la provocación de una hembra humana
golpeando el vidrio para que se le permitiera acceder carnalmente a ella. En la
segunda visita, tras golpear el vidrio que los separaba algunas veces, cambió
su actitud para adaptarse a las circunstancias, adoptando una conducta sexual
menos exigente y más sumisa con la hembra, quien pasó de ser un objeto
provocador a erigirse en dueña de la situación."
-¿Cómo va tu ponencia, Kate? -la
saludó Bruce entrando a la sala de profesores.
-Progresando -respondió ella sin
entrar en detalles.
-Kate siempre nos sorprende con algo
nuevo -comentó aduladoramente Hermon, profesor de biología.
-Asi es -convino Bruce-. Estoy
impaciente por leer ese paper.
-Tal vez te perturbe un poco
-respondió ella.
-Tú me perturbas con solo tenerte
cerca.
-¿Cómo está el pequeño Tommy?
Esta pregunta desarmaba indefectiblemente a Bruce, poniendo fin a sus
galanteos. Ella lo había dejado para que pudiese realizarse como padre. El
hubiese querido tenerla a ella y a su hijo, pero a veces la vida nos impone una
elección.
Kate se puso de pie y cerró su Notebook, abrazándola contra su pecho.
-Me voy a dar clase. Buen día,
caballeros.
Salió taconeando con firmeza; sus colegas no intentaron fingir
indiferencia, siguiéndola con la mirada hasta que se perdió de vista.
Mensaje de WhatsApp de Patch Simmons a Kate Woodward: ella lo abrió e
hizo clic sobre el link, ya que no había texto. Comenzó a proyectarse un vídeo
de Youtube donde se reconoció a ella misma en el zoo del Bronx. Patch tenía muy
buen ojo para la cámara, era increíble la variedad y calidad de tomas que había
logrado de su encuentro con el chimpancé con solamente un móvil. El video tenía
para ella un interés científico, pero para el usuario común de Youtube era un
vídeo hot más, eso sí, muy original en su contenido.
Apenas terminó de verlo llegó otro mensaje de Patch, con el link del
segundo vídeo. Era nítido y bien encuadrado, como el anterior. Sintió un poco
de vergüenza al ver sus nalgas tomadas espectacularmente desde abajo, como las
de una bailarina vulgar; ella era la doctora Kate Woodward, y se supone que no
debía exhibirse así. Lo cierto es que estaba a la altura de muchas estrellas
del twerking, si no más arriba. Bah, se dijo, al revés que pasa con los
hombres, ninguna mujer pierde su puesto por exhibirse. Todo lo contrario, son
admiradas por reunir competencia profesional y sensualidad.
"Eres un talento, Patch", le escribió. El contestó "Mi
talento no es nada comparado con el tuyo". Dulce Patch… alguna vez debería
darle lo que tanto ansiaba. Pero no: cuando te entregas a un hombre te
considera suya. Y empiezan los problemas.
9
-El viernes 4 PM frente a la
boletería del zoo.
-Allí estaré.
Kate empezaba a darle órdenes a Patch, haciendo uso de su poder sobre
él. Las relaciones humanas se deslizan fatalmente por una pendiente, apenas se
rompe el equilibrio en la balanza de la reciprocidad y el respeto mutuo.
Ella lo usaba y él se dejaba usar en
pos de un premio quimérico.
A la hora convenida se encontraron frente a la boletería; ella iba con
un poncho de seda blanca y botitas con tacones altos de donde emergían sus bien
torneadas piernas color canela claro. El poncho las descubría hasta medio muslo
y Patch podía imaginar lo que seguía. ¿Qué llevaba puesto más arriba?
Se dirigieron a la jaula al aire libre de los monos y se detuvieron
frente a la gran vidriera donde algunos niños les hacían muecas para sacar a
los animales de su aburrida tranquilidad. Como si tuviese un sexto sentido, el
chimpancé grande se puso alerta y captó a Kate entre el público. Se vino frente
a ella, causando sensación en los niños. Kate y Patch comprendieron que
convenía retirarse para no excitar al mono y que los niños, aburridos, se
fueran. Cinco minutos después el lugar se vació de visitantes y ellos entraron
de nuevo. Patch puso a punto de filmación su móvil mientras veía con zozobra
como Kate se quitaba el poncho y quedaba con una minúscula tanga negra ceñida a
la cintura, que dejaba sus nalgas amplias y firmes completamente expuestas.
El mono se vino corriendo a cuatro patas hasta ubicarse justo frente a
ella y se la quedó mirando, expectante. Empezó a sonar un reguetón colombiano
en el móvil de Kate; era aquél cuya letra dice:
Lo que pasó, pasó
Entre tú y yo
El estribillo se repetía incansablemente, refiriéndose a algún
acontecimiento que ninguno de los dos podría olvidar. Kate le dio la espalda al
mono y empezó a mover la cintura con los brazos en alto, contoneando sus
caderas a un metro escaso de él. Esta vez, el primate no golpeó la vidriera
exigiendo acceder donde ella; en lugar de eso se hundió humildemente, como el
espectador de un striptease. Se acercó lo más que pudo a Kate, presionando su
cara contra el vidrio hasta deformarla por completo. Su aspecto era
impresionante: al carecer de tabique nasal, nada impedía que su rostro entero
se achatase como una máscara de goma con los rasgos mal dibujados. El chimpancé
había perdido toda su dignidad; ahora era una caricatura patética. Respondiendo a un impulso primario, Kate pegó
sus nalgas al vidrio, y comenzó a refregárselas en la cara al mono para
completar su humillación.
Ahora Kate gemía, mientras movía circularmente
sus caderas con frenesí contra la cara achatada en el vidrio; ya no fingía
inocencia, aunque sabía que Patch la estaba viendo. Pero la vía al orgasmo se
había abierto, y no pensaba retroceder por guardar las apariencias.
-Ahhh, ahhh, ahhh…
Entonces ocurrió algo inesperado: el mono comenzó a maturbarse con la
mano, sin despegar la cara del vidrio; Kate lo advirtió y redobló su movimiento
de caderas, refregándolas con más fuerza contra aquel vivo retrato del deseo
torturado; una sonrisa endulzó sus labios, al ver que el animal la llevaba al éxtasis.
-Aaaaahhhhh, aaaaahhhh, aaaaahhhh...
Kate alcanzaba el orgasmo en el preciso instante en que el mono, en el
paroxismo de su deseo, eyaculaba abundantemente contra el vidrio.
-Síiiiiii, síiiiii, dámelo todo,
todo!!!
El triunfo científico se mezcló al orgasmo físico en una sensación única
e irrepetible dentro del pecho de Kate.
-Síiiiiiiiiiiiiiiiii…
Patch la miraba, maravillado. Había filmado un evento único: un animal
masturbándose no por simple necesidad física, sino en respuesta al baile provocativo
de una mujer. Su video haría historia.
"El experimento conductual con
el chimpancé macho del zoo de Bronx alcanzó un resultado inesperado. Podemos
afirmar que su conducta constituye un caso único en la historia registrada del
reino animal. El sujeto estudiado modificó su conducta sexual a lo largo de
tres sesiones, primero reclamando con urgencia a la hembra humana; luego
adoptando una actitud pasiva frente a ella, adaptándose al papel que las
circunstancias le imponían; y por último, canalizando su deseo sexual hacia
ella por vía de la masturbación, hecho inédito en el reino animal. El chimpancé
alcanzó la eyaculación, no por una pulsión interna, sino respondiendo a la provocación de la mujer. Queda así demostrada
por primera vez la interacción sexual entre especies distintas en un plano
psíquico, donde la imaginación erótica y el juego de poder son
definitorios."
El tercer video filmado en el Bronx fue subido a YouTube en el canal de
Patch Simmons, alcanzando 6 Megas de visualizaciones en la primer semana. Kate
volvió una noche de dar clases en la Universidad y una vez en la cama, se puso
a leer los comentarios, divertida. Algunos eran puramente festivos
-"iujuuuuu", "por ti me vuelvo mono", etc-; otros subidos
de tono o directamente groseros -Patch no los había revisado, evidentemente-;
otros provenían de los defensores de animales… este último era el grupo más
interesante, y es al único que Kate prestó atención.
-Pobre mono, hacen lo que quieren con
él -se quejaba Stella-. No es justo maltratar a un animal.
Kate le respondió así:
-¿Ofrecerle una excitación nueva y
llevarlo al orgasmo es maltratar a un animal? Piénsalo un poco.
Siguió leyendo otros comentarios hasta dar con otro interesante.
-Tú perviertes el orden de la
naturaleza -condenaba Killer Buddha.
Kate quedó un rato pensativa y tecleó
su respuesta:
-Yo formo parte de la naturaleza. Y
si mis actos subvierten el orden establecido, será porque están formando un
nuevo orden.
Parece que Killer Buddha estaba en
ese momento online, porque respondió enseguida.
-No puedes reemplazar a Dios.
-Sí puedo, porque la mujer forma
parte de él. Y es la parte más hermosa.
-¿Quieres crear una nueva religión, y
que te adoren?
-¿Por qué no?
-Pagarás por tu soberbia.
-Mejor cállate, bobo.
Fue un diálogo breve y explosivo, como una reacción química rápida entre
dos sustancias reactivas entre sí. Kate dio carpetazo a Killer Buddha y se fue
a dormir. Su cadera formaba una curva poderosa bajo las mantas…
10
La
detective Anne Dupont Legrasse acababa de ser ascendida al puesto de inspectora
de la Jefatura de Albany. Era una mujer bien plantada y segura de sí misma, que
había ido trepando en la fuerza policial gracias a su capacidad y buen
criterio; según sus compañeros de trabajo, poseía una serenidad a toda prueba.
Esa mañana de comienzos del otoño llegaba a la Jefatura vestida con un sobrio
traje gris que le confería autoridad sin menguar su atractivo, cuando vino a su
encuentro el oficial de guardia.
-Inspectora, acaban de reportar un
crimen en la universidad.
Legrasse se paró en seco; esas cosas no solían ocurrir en la tranquila
Albany.
-¿En cuál facultad?
-Ciencias Naturales.
-Alista un coche patrulla. ¿Está
Cameron?
-No llegó todavía.
-Ven tú conmigo entonces.
Ella se puso al volante y activó la sirena, haciendo apartar los coches
a su paso como un barco que abre estela en el mar. Quince minutos después se
detuvo en el aparcadero de la Facultad de Ciencias Naturales. Se apearon y
marcharon presurosos a través del campus hacia la rectoría. Allí los recibió la
Secretaria Académica junto con un hombre entrado en años a quien presentó como
jefe de maestranza.
-El señor Reynolds los acompañará
hasta el departamento de Etología.
Salieron los tres y caminaron en silencio atravesando el patio central
hasta dar en un largo pasillo, jalonado por puertas rotuladas con carteles de
acrílico: "Departamento de biología marina", "Departamento de
Entomología"... y por fin, en la última puerta "Departamento de
Etología animal". El jefe de maestranza la abrió sin decir palabra y la
inspectora Legrasse, por primera vez en sus quince años de carrera policial,
lanzó un breve grito de sorpresa horrorizada, que sofocó enseguida.
De la lámpara forjada en hierro situada en el centro del despacho
colgaba una larga trenza de pelo rubio ceniza rematada por una cabeza de mujer.
Era una perfecta belleza inglesa, de rasgos finos y orgullosos.
-La doctora Kate Woodward -informó el
jefe de maestranza.
Una gota de sangre se formó en el cuello incompleto y cayó al piso,
donde yacía el cuerpo decapitado.
-¿Alguien oyó algo?
-Yo empecé mi turno a las 12PM y no
oí nada en toda la noche. La doctora los jueves daba clase hasta tarde, y a
veces recibía a sus alumnos de tesis aquí después del curso.
El hombre se retiró y dejó solos a los policías. Recuperando su
serenidad, la inspectora Legrasse se acercó al cuerpo en el piso y observó que
las uñas de ambas manos estaban manchadas con sangre, señal de que la víctima
se había defendido, arañando (¿tal vez en la cara?) al asesino. El cuerpo
estaba vestido con un conjunto negro de saco y falda, sin señales de que
alguien hubiese intentado quitárselo. Incluso los pies estaban calzados con
zapatos de tacones altos. La lucha parecía haber sido breve y mortal. Tomó su
móvil y llamó a la Jefatura de Albany.
-Joe, manda a dactiloscopia al campus
de Ciencias Naturales, departamento de Etología. Y que también venga el
forense.
-Esto me hace acordar a las dos
decapitaciones que hubo en New York hace un par de meses -apuntó el oficial
ayudante.
-Es cierto… debe haber alguna
relación con esos crímenes.
La inspectora buscó en su móvil un teléfono de la policía de Manhattan y
pulsó llamar.
-Jefatura de policía.
-Habla la inspectora Legrasse de la
policía de Albany. Tenemos aquí un crimen que sigue el patrón de dos homicidios
investigados por ustedes.
-Habla el oficial Jameson.
-Tenemos una decapitación aquí. La
víctima era profesora en la Facultad de Ciencias Naturales de Albany. Necesito
información sobre los crímenes de New York que pueda ayudarnos a atrapar al
asesino.
-Informaré al inspector Sinclair y él
se comunicará con usted.
Colgó, preguntándose cuánto demoraría la Jefatura de Manhattan en
brindarle la información necesaria. A veces, los policías de la Gran Manzana
subestimaban a los de la periferia, sin cuidarse de mantenerlos al tanto de sus
investigaciones, como si sólo a ellos compitiera descubrir y arrestar al
homicida.
Al rato apareció la gente de dactiloscopia y el forense. Legrasse ya se
iba a retirar, cuando llamó su atención un objeto exótico apoyado sobre el
escritorio de la víctima: era una campanilla de bronce con un signo chino
grabado y un mango rematado por la figura de un mongol. ¿Sería un pisapapeles?
-Tomen muestras de la piel que debe
tener adherida bajo las uñas -le dijo al equipo que ya empezaba a trabajar-.
Obtendremos el ADN de quien hizo esto.
Se dirigió al coche patrulla en compañía del oficial ayudante, sintiendo
en el pecho deseos de competir con la policía de Manhattan, y esclarecer la
cadena de crímenes antes que ellos.
Esa mañana hacía mucho frío. La primer nevada del otoño caía sobre
Albany, y los transeúntes se apuraban a guarecerse bajo techo. La inspectora
Legrasse estudiaba los informes de dactiloscopia y el forense del caso
Woodward, frunciendo el ceño por la concentración. De pronto se abrió la puerta
de la Jefatura, y un hombre alto con sombrero de ala recta y poncho se paró en
el umbral. Tenía el aspecto de un arriero sudamericano, con su barba de varios
días cubriendo una mandíbula cuadrada y esa luz vaga en los ojos, como quien
está acostumbrado a mirar el horizonte lejano y no a la gente. La inspectora
Legrasse levantó la vista de los informes y lo miró extrañada; no se explicaba
qué podía estar buscando un tal individuo en la Jefatura. ¿Se le había perdido
una tropilla de caballos? ¿O venía a denunciar un robo de ganado cometido por
cuatreros? El hombre alto paseó la mirada por el interior y se acercó a la
guardia.
-Inspector Westminster Sinclair,
policía de Manhattan -oyó claramente que decía-. Vengo a ver a la inspectora
Legrasse por motivos profesionales.
Anne Dupont Legrasse necesitó unos momentos para recuperarse de la
sorpresa y componer una expresión de aplomo profesional.
-Pase por aquí, inspector -dijo
saliendo a la puerta de su despacho y tendiéndole la mano, que el otro apretó
con fuerza-. Es usted muy amable en haber venido personalmente.
Tomaron asiento uno frente a otro y se estudiaron por unos segundos.
Ambos se habían impactado mutuamente, pero no lo dejaron traslucir.
-Estaba leyendo los informes
dactiloscópico y forense del caso que nos interesa a ambos -comenzó la
inspectora-. Hay piel bajo las uñas de la víctima, pronto tendremos su perfil
de ADN para cotejarlo con cualquier sospechoso.
Sinclair asintió, conforme al saber que existía una nueva evidencia
incriminatoria contra el asesino, aparte las huellas digitales.
-Debe haberle dejado marcas de
arañazos a su agresor -repuso-. Con un poco de suerte, sobre la cara misma.
-Eso espero -Legrasse cambió el tono
de su voz-. Inspector Sinclair, he requerido su colaboración, porque el crimen
cometido en la universidad de Albany sigue el mismo patrón que dos crímenes
investigados por usted en Manhattan: mujeres decapitadas que por lo que leí en
los periódicos, compartían con la doctora Woodward el atributo de una belleza
notable. Si no me equivoco, esos crímenes no están resueltos.
-Así es, inspectora. Todavía no
podemos identificar al asesino.
-Quiero pedirle como colega que me
ponga al tanto de los avances de su investigación. Ambos podemos ayudarnos para
atrapar a este homicida serial.
-Claro -Sinclair se inclinó hacia
adelante, apoyando las manos sobre el escritorio-. Por eso decidí venir
personalmente. Dígame… ¿Por casualidad encontró en la escena del crimen una
campanilla de bronce con un signo chino grabado?
-Vaya… ¡si! ¿Cómo lo sabe? No me diga
que…
-...Había campanillas similares en la
escena de los crímenes de Manhattan. Son la firma del asesino.
-¿Tienen algún significado especial?
-Por lo que pude averiguar, provienen
del Tibet. La aleación con que están hechas es distinta a las de otras
campanillas similares que se ofrecen por internet. Hablé con el sacerdote de un
templo budista de New York, quien me explicó que la inscripción en chino que
lleva grabada es un conjuro para traer al mundo a un ser espiritual llamado
tulpa.
La inspectora Legrasse anotó algo rápidamente en su libreta, antes de
tomar la palabra.
-Algo me decía que ese objeto estaba
fuera de lugar. Así que el asesino es tibetano, o estuvo en el Tibet.
-Exacto. Y esta presunción se ve
confirmada por el arma utilizada en los crímenes de Manhattan. Es un cuchillo
ritual de tres filos llamado Phurba; se usa en ceremonias del budismo tántrico
para matar a los demonios.
-Que interesante… deme un momento,
quiero verificar algo.
La
inspectora Legrasse tomó en sus manos el informe forense del caso Woodward y
buscó el pasaje que le interesaba. Leyó:
-"Cortes producidos por tres
filos muy agudos, uno seccionando la tráquea y las vértebras cervicales, los
otros lacerando partes del cuello, en un ángulo de 120 grados respecto del
corte principal". Ahí tiene usted al cuchillo tibetano de tres filos.
-No caben dudas de que se trata del
mismo homicida.
-¿De modo que para él, las víctimas
eran demonios encarnados?
-Algo así… o estaban poseídas, que
viene a ser lo mismo. Su perfil es el de un moralista atormentado por el deseo.
Probablemente un monje budista.
-¿Algún testigo lo vio?
-Sí. aquí tengo su identikit.
Le pasó su móvil para que viese el retrato hipotético del homicida hecho
por el dibujante de la policía.
-Parece un hombre joven -comentó
Legrasse, sin quitarle la mirada.
-Puede haberse dejado crecer los
cabellos y la barba, sabe que estamos tras él. Y han pasado dos meses desde el
último crimen.
-El jefe de Maestranza no escuchó
ruido alguno durante la noche proveniente del Departamento de Etología, donde
mataron a la doctora Woodward.
-¿Y el guardia diurno?
-Aún no hablé con él. Pensaba hacerlo
ahora, y de paso mostrarle el identikit del asesino. ¿Quiere acompañarme a la
universidad?
-Será un placer.
Salieron juntos. Legrasse se dirigía al coche patrulla, pero Sinclair le
mostró su Jaguar, aparcado al lado.
-¿Prefiere ir en éste?
Ella se detuvo; lo miró a él y al auto.
-¿Por qué no?
Subieron juntos al descapotable, como una pareja que sale de paseo. Ya
estaba bien de tanto "inspector" e "inspectora".
-Llámame West -propuso él, sentándose
al volante.
-Y tú llámame Anne -aceptó ella.
Arrancó haciendo chirriar las ruedas y se dirigió hacia la universidad.
Aunque el coche llevaba la capota puesta, seguía produciendo en los pasajeros
esa sensación lúdica de los autos deportivos.
-¿Por qué usas poncho? -preguntó
Legrasse, curiosa.
-Me crié en la Guyana. Es un país muy
caluroso. Aún después de tantos años, no me adapto al frío de New York.
-Mi familia proviene de la Normandía
francesa. Somos lejanos descendientes de los vikingos. Se supone que eso me
hace resistente al frío.
-Yo soy Calor, tú eres Frío. Buena
combinación.
Legrasse se preguntó qué resultado produciría tal combinación en la
cama, pero por supuesto, se guardó sus pensamientos para ella.
Llegaron al aparcadero de la universidad y se apearon. Sinclair
distinguió a un individuo con traje de guardia y se lo señaló a Legrasse.
-Ese debe ser nuestro hombre.
Se acercaron a él y se identificaron.
-Inspectora Legrasse, de la Jefatura
de Albany. El es el inspector Sinclair, de New York. Necesitamos hablar unos
minutos con usted sobre el crimen ocurrido aquí anteanoche.
-Por supuesto, estoy a su
disposición.
El hombre poco menos que se cuadró ante ellos.
-¿Cuál es su horario de trabajo?
-Anteayer martes hice guardia desde
las 4 PM hasta las 12PM. Después me reemplazó el señor Reynolds, jefe de
maestranza. El suele hacer las guardias nocturnas.
-¿Vio u oyó algo inusual durante su
turno de guardia?
-Ayer estuve pensando todo el día en
eso. Y lo que recuerdo es a un tipo joven que estuvo leyendo más de dos horas
sentado en un banco del pasillo frente al departamento de Etología. Yo le
pregunté si buscaba a alguien, y me contestó que esperaba a la doctora
Woodward. Dijo que ella era su directora de tesis.
-¿Le extrañó verlo allí?
-Bueno, los alumnos de la doctora
Woodward rondan casi todos los 22 años, pero a veces vienen a verla alumnos que
ya terminaron la licenciatura y les quedó la tesis pendiente. Pensé que éste
era el caso, porque el tipo aparentaba unos treinta años.
Sinclair le mostró el identikit del asesino en la pantalla de su móvil.
-¿Diría que se parece a este dibujo?
El guardia de seguridad estuvo mirando un rato el dibujo.
-Posiblemente. Tenía rasgos
orientales, como pone aquí, pero llevaba el pelo corto y bigotes.
-¿Lo vio retirarse?
-Si, salió tarde, a eso de las 10:15
PM.
-¿Oyó algún ruido antes de eso? Hubo
una pelea ahí dentro.
-Mi puesto queda lejos del
Departamento de Etología, como puede ver. Está todo el patio de por medio, y
luego el pasillo. Ojalá me hubiese dado cuenta que la doctora Woodward estaba
en peligro, podría haber evitado su asesinato.
-Díganos su nombre, por favor.
-Chad Walters.
-Gracias por su colaboración, señor
Walters.
Subieron al Jaguar y entraron a la autopista.
-Según el forense, el deceso se
produjo alrededor de las 10:00 PM. Quince minutos después el guardia vio salir
al asesino
Sinclair asintió en silencio. Ya era pasado el mediodía y sentía hambre.
-Hoy salí temprano de New York y no
comí aún. ¿Qué tal si vamos a almorzar?
-Buena idea. Conozco un sitio donde
hacen unos fuccili riquísimos. ¿Te gusta la pasta italiana?
-Me encanta. Vamos allá.
Salieron de la autopista en la bajada anterior a la de la Jefatura y
fueron a dar en un barrio muy pintoresco con bistrot de estilo francés y
trattorias italianas.
-Es allá.
Ella señalaba una pequeña vitrina cubierta con un toldo verde y mesitas
en la acera, que allí se ensanchaba formando una pequeña plazoleta. Se apearon
tras aparcar el auto justo enfrente, y entraron al restaurante. La mesa junto a
la vitrina estaba libre; Sinclair apartó una silla y se la ofreció a Legrasse,
tras lo cual tomó asiento enfrente suyo y se quedó mirándola. Ella sostuvo su
mirada un buen rato, como si fuese un duelo. El empezó a sentir una erección,
pero se hizo el desentendido.
-Buenas tardes -saludó el mozo,
trayéndoles la carta.
-Creo que ambos pediremos fuccili
-miró a Legrasse, quien asintió, sin dejar de mirarlo fijo- ¿Qué salsa
prefieres?
-Bolognesa.
-La mía filetto.
-¿Y para beber?
-Un chianti -pidió ella.
Sinclair hizo un gesto de aprobación y confirmó.
-Una botella de chianti entonces, para
los dos.
Ella volvió a mirarlo, sonriendo apenas. "Estás en mis redes",
parecía decirle su gesto.
-¿Qué? - inquirió él.
-Nada -respondió ella, pues ya había
dicho todo con la mirada.
-¿Te molesta si fumo?
Ella negó con la cabeza y se quitó la chaqueta, dejando ver un torso
delicado cubierto por una blusa ceñida, que modelaba sus bien formados pechos.
Sinclair sintió que la erección volvía con más fuerza.
-¿Vienes seguido aquí? -preguntó al
cabo, echando una pitada.
-No tanto como quisiera.
-Cuando me jubile vendré a pasarme
horas sentado aquí, con una copita delante.
-Y los mozos dirán "Esa mesa es
del viejito Sinclair. Nadie más la puede usar".
Ambos rieron de buena gana.
El mozo volvió trayéndoles tostadas con orégano y una crema suave de Roquefort
aderezada con ingredientes difíciles de identificar, riquísima. Abrió la
botella de chianti sirviendo primero a la dama y luego al caballero.
-Salud -propuso él un brindis,
levantando la copa-. Por el encuentro.
-Chin chin -repuso ella chocando las
copas.
Ambos bebieron, tras lo cual ella volvió como si nada al terreno
profesional.
-Sabes, creo que el asesino contactó
a Woodward por internet. Apenas descifremos la clave de su móvil, podremos
rastrear la interacción entre ambos.
La inspectora volvía a asumir su
papel, y Sinclair debería esforzarse mucho para hacer reaparecer a la mujer.
-Sospecho que Woodward debe haber
subido videos de contenido erótico a la red. Las otras víctimas lo hicieron,
atrayendo la atención del asesino.
-Sería raro que una profesora
universitaria hiciera eso…
-Concuerdo contigo. Pero hasta ahora,
ese es el patrón de los crímenes: el asesino ve mujeres que lo excitan por
internet, las localiza y las decapita.
-¿Cómo haremos para detenerlo? Quizá
podríamos vigilar a las influencers más famosas para protegerlas de sus
ataques.
Sinclair hizo un gesto de impotencia.
-Lo pensé, pero es imposible. Sólo en
el estado de New York, las mujeres que publican videos hot en plataformas como
Kwai, Tik tok y YouTube se cuentan por miles.
-Debemos ponerle un cebo.
-¿Perdón?
-Un cebo para cazarlo.
-Ajá… ¿y cómo sería eso?
-Una mujer policía que lo atraiga a
una trampa.
-No es mala idea… el problema sería
llamar su atención sobre ella, entre tantas influencers exhibiéndose.
-Es la única vía de acción que
tenemos.
-Tienes razón -concedió Sinclair-.
Debemos trabajar esa idea para tornarla eficaz.
En ese momento arribaron los fuccili junto con los potes de salsa, crema
y queso. Ambos hicieron los honores del plato, haciendo chanzas con ánimo
festivo. Tomaron postre, ella unas guindas con crema y él una crepe con milk
caramel y nueces. Tomaban la última copa de chianti cuando la inspectora clavó
de nuevo la mirada en Sinclair, sin decir nada. Este se inclinó hacia ella
tomándole la cara con ambas manos y la besó. Ambos permanecieron en silencio
mientras él pedía la cuenta y pagaba. Salieron a la calle y al llegar junto al
Jaguar él la rodeó con el brazo y volvió a besarla. Esta vez ella le enlazó el
cuello con sus brazos y respondió con avidez, mientras sentía las manos del
hombre recorriendo su espalda. Se fueron a un hotel e hicieron el amor entre
gemidos de gusto, una y otra vez.
La noche los encontró abrazados aún. Ella acariciaba su pecho mientras
él fumaba.
-Si no tuviese tantas responsabilidades
aquí, me ofrecería yo misma como cebo para atrapar a ese criminal.
-No te dejaría hacer eso. Es muy
peligroso.
-¿Te crees mí dueño, porque
compartimos la cama una vez?
-Sabes que no.
-¿Entonces a qué viene eso de que no
me dejarías exponerme como cebo?
-Olvídalo.
Ella se quedó buscando pleito, aún abrazada a él. Pero Sinclair no era
de enredarse en tales discusiones.
-El asesino elige entre las mujeres
más hermosas -dijo en cambio- a aquellas que llevan la provocación al límite.
-Cierto... Entonces nuestro cebo debe
provocarlo de tal forma que el asesino se enfoque en ella.
-Creo que tengo a la agente adecuada
para esta misión.
-¿Es atractiva? -preguntó Legrasse
con un dejo de celos en la voz.
-Es perfecta -respondió Sinclair sin
cuidarse de molestarla con el adjetivo.
-Aun así, puede pasar mucho tiempo
hasta que el asesino se fije en ella. Y seguirá matando mientras tanto.
-Estoy pensando… las plataformas como
YouTube o Tiktok pueden indexar un vídeo para que se muestre de preferencia a
los demás.
-Claro, lo hacen con aquellos que
suman más visitas.
-Pero puedo comunicarme con sus
directores ejecutivos para que lo hagan con los videos de nuestro cebo, por
razones de interés público.
-Eso sería excelente! Atraeríamos al
asesino al instante.
-Eres genial.
Sinclair abrazó a Anne Dupont Legrasse y la besó profundamente. Había
sido una gran idea venir personalmente a Albany.
11
-Acepto.
Carmen Jo se había reunido con Sinclair a puertas cerradas en su
despacho. Este acababa de proponerle hacer de cebo para atrapar al decapitador
serial y ella respondió sin dudar un instante.
-Haré pagar por sus crímenes a ese
bastardo -agregó, con fuego en la mirada.
-Es mi deber advertirte que pondrás
en riesgo tu vida. Nosotros te apoyaremos en forma oculta, pero por momentos te
las verás sola contra un asesino peligroso.
-Yo puedo con él.
Había seguridad en su voz. Sinclair recordó la forma en que ella lo
miraba de un tiempo a esta parte cada vez que surgía el tema del decapitador:
parecía decirle "usted es el jefe, haga algo para detenerlo". Ahora
por fin tenían una estrategia, y la oficial Carmen Josephine Rodríguez estaba
lista para la acción.
-Esto es lo que haremos: abrirás un
canal en YouTube donde te exhibirás… ya sabes, lo más provocativamente posible.
Yo hablaré con la directora ejecutiva de la
plataforma en San Bruno, pidiéndole que indexe tus videos para que aparezcan en
primer lugar entre las opciones de temática erótica. YouTube siempre colabora
con el gobierno.
-Estoy pensando qué hacer en los
videos para atraerlo.
-¿Sabes bailar pole dance? ¿O hacer
acrobacia colgada de una cinta?
-No… nunca aprendí.
-Es una pena. Eso atrapa la mirada
masculina al instante.
Ambos se quedaron callados unos momentos, pensando. Luego Sinclair vio
cómo el gesto de Carmen Jo cambiaba, justo antes de saltar de su asiento y
quedar de pie frente a él.
-¡Lo tengo!
-¿Qué?
-Sé luchar. Cuando derribo a un tipo en
el gimnasio, todos se me quedan mirando.
Sinclair aprobó, entusiasmado.
-Eso lo atraerá. Manos a la obra.
Mensaje de WhatsApp de "Anne" a "West":
"Tenías razón. Hay videos
eróticos de Kate Woodward en YouTube, subidos en el canal de un tal Patch
Simmons. Al descifrar su móvil encontré en su historial de actividad algunas
respuestas a comentarios del vídeo hechos por Killer Buddha. El decapitador en persona,
dándole clases de moral a la doctora en Etología animal. ¿Y a que no sabes cómo
firma ella sus respuestas? "Kate Woodward", sin esconder una coma.
Fue fácil para el asesino conocer su profesión y ubicarla en la universidad,
con una simple búsqueda de Google."
Acompañaban al mensaje tres links a videos de You tube, que Sinclair
miró con sorpresa no carente de excitación. ¿Podía un mono hacer eso? A decir
verdad, la doctora Woodward había logrado humanizar al animal, despertando su
interés sexual sin tocarlo, a diferencia de otros actos comunes de zoofilia. El
chimpancé macho del zoo del Bronx ya podía compararse con la gorila Koko, que
aprendió a comunicarse con signos. Su logro era profundamente perturbador, pues
de hecho borraba los límites entre las especies.
-Tremenda mujer -se dijo a sí mismo,
resistiendo el impulso de proyectar nuevamente el último video. En lugar de eso
le escribió a Anne:
"Ya tenemos el cebo para atrapar
al decapitador. La oficial Carmen Jo aceptó la misión. Está perfectamente
capacitada para ello."
Envió el mensaje y quedó pensativo. Estaban jugando al juego de Killer Buddha.
El gimnasio tenía algunas gradas alrededor de un ring de boxeo. La idea
era filmar luchas fuera de cualquier Asociación deportiva, para no meter
demasiada gente de por medio en lo que de hecho era un operativo policial.
Carmen Jo había desafiado a pelear a un jovenzuelo habitué de su gimnasio, y
enseguida se levantaron apuestas a su alrededor. Quedaron para última hora de
la tarde, no sin antes lanzarse bravatas que calentaron el ambiente.
A las 7 PM ella llegó al gimnasio en compañía de dos camarógrafos. Su
contrincante la esperaba rodeado de una banda de amigos de su edad, quienes le
dirigieron sonrisas socarronas y algunas pullas. El propio profesor de lucha
libre hacía las veces de árbitro. Subió el primero, y convocó a los
contrincantes. Sobre las gradas había sentados unos veinte apostadores y
curiosos.
Jeko subió el primero, luciendo un físico alto y delgado, aún sin ancho
de espaldas suficiente, como ocurre con los adolescentes que acaban de pegar el
estirón. Vestía un pantalón de boxeo rojo brillante y botines del mismo color.
Fuera del ring los camarógrafos filmaban a Carmen Jo, quien levantó silbidos de
admiración al quitarse su conjunto de gimnasia y quedar con un top ajustado y
una mínima tanga negra, complementados por unas botas militares con gruesos
tacos de goma. Se vino así para el ring, entre abucheos y silbidos; aferró con
ambas manos la cuerda superior y entró al ring dando una mortal perfecta, hasta
aterrizar parada sobre sus botas.
Jeko miraba desconcertado toda esta exhibición, que amagaba llevar la
lucha a otro terreno; pero se concentró cuando ambos fueron llamados al centro
del ring por el árbitro.
-Reglas de lucha libre: vale todo,
menos morder y piquetes de ojo.
Entretanto, los rivales se miraban: Jeko con una sonrisa sobradora,
Carmen Jo agresiva y concentrada.
Volvieron a sus rincones y segundos después, sonó la campana… la pelea se
planteó con Jeko dominando el centro del ring, erguido y punteando con el jab.
Carmen Jo guardaba distancia, agazapada como un gato. Un paso para el costado,
dos para el otro lado… Jeko ensayó un molinete de patadas, una de las cuales
rozó la cabeza de su oponente; cuando empezaba a sentirse cómodo manejando la
pelea a distancia, ella saltó hacia él y le ganó la espalda, forcejeando para
pasarle el antebrazo por el cuello: Jeko supo que si la dejaba cerrar la llave
estaría perdido, y rodó por el suelo para sacársela de encima. Logró despegarle
el antebrazo, evitando el "mataleón", pero entonces ella giró rápida
como una víbora y atenazó su cuello entre los muslos, cerrando la llave con las
piernas. Jeko luchaba en vano por zafarse, pero Carmen Jo estaba tan segura de
su triunfo, que comenzó a desafiar a los amigos de Jeko en las gradas,
señalando la cabeza de éste prisionera entre sus piernas. El árbitro se echó
para ver si la espalda de Jeko apoyaba en la lona, para iniciar la cuenta de
tres, pero había una mínima luz. El muchacho se contorsionaba para evitar la
derrota; entonces Carmen Jo cambió de posición sin aflojar la llave, quedando
sentada sobre el pecho de su rival. Ahora sí, ambos hombros apoyaban la lona, y
el árbitro inició la cuenta:
"A la una"... Jeko había
dejado de resistirse. "A las dos".... Carmen Jo saltaba apretando
impiadosamente el cuello flojo, sin sentir vida debajo de ella. "A las
tres"! Ella perdió la conciencia, con los muslos agarrotados alrededor del
cuello atrapado.
-Ya ganó, suéltelo.
Recuperándose del trance, la ganadora se puso de pie y el árbitro
levantó su mano en alto, para decretar la victoria. Jeko no respiraba.
Acudieron a reanimarlo, pero estuvo varios minutos sin reaccionar, mientras
Carmen Jo se hacía fotos para sus seguidores futuros. Por fin Jeko se levantó,
pero estaba tan ahogado que juzgaron prudente llevarlo al hospital.
El video editado fue subido al canal de Youtube de Carmen Jo, quien se
hacía llamar "Anaconda", por su técnica de lucha consistente en
asfixiar a los rivales. Abundaban en el video las tomas cercanas de sus nalgas
potentes montadas sobre el pecho de Jeko, al ritmo de unos tambores primitivos
que parecían acompañar la acción. Al ver las imágenes, Sinclair dio un respingo
y apartó la mirada.
-Servirá -fue todo cuanto dijo.
Había
hablado con la directora ejecutiva de Youtube, explicándole que necesitaban
posicionar el video entre las primeras sugerencias de videos
"graciosos" y "hot" (de erotismo no explícito) que abundaban
en la plataforma, para atrapar a un asesino serial. La directora se mostró
receptiva al pedido, y así fue como en apenas tres días el video de Anaconda
cosechó su primer millón de visualizaciones. Pronto empezó a circular en la
Jefatura, y así Sinclair sorprendió a Jameson y a Reeves, el agente nuevo, mirando
embobados la pantalla de su móvil y cuchicheando entre ellos.
-A trabajar! -les ordenó fingiendo
enojo.
Jameson guardó apresuradamente el móvil, avergonzado. Entretanto,
llovían los comentarios, pero ninguno de Killer Buddha. El cebo estaba puesto en
la trampa, a la espera de su objetivo.
Anaconda volvió a pelear contra un obeso pelado que la doblaba en peso,
apodado Fat Joe. La pelea se definió en el segundo round, cuando ella giró
tirándole patadas a su oponente: este pensó que se había librado por poco
cuando la que pensaba última rozó su cara sin tocarlo; pero había una más en
camino, y está le pegó de lleno, noqueándolo al instante.
Fat Joe estuvo durmiendo 5 minutos eternos, mientras Carmen Jo se hacía
fotos con los brazos en alto al lado suyo.
El nuevo video sumó 5 Megas de visualizaciones
en una semana, mientras el primero ya superaba los 7 Megas.
-¿Aún sin señales de Killer Buddha?
-quiso saber Anne Legrasse, abrazada a Sinclair en su cama. Había conducido
desde Albany en su día franco para verse con él.
-Sin señales -suspiró él.
-Mientras no haya puesto la mira en
otra víctima…
-Ni lo menciones.
-Una vez quisimos atrapar a un
pedófilo ofreciéndole una colección de videos Lolita. Luego nos enteramos que
vendió el video de muestra que le enviamos y borró su perfil de Facebook.
-Cruzo los dedos para que no nos pase
lo mismo aquí.
-Ten paciencia, tu agente es buena en
lo suyo. Cuando el tibetano vea sus videos, picará…
Además de su canal de Youtube donde mostraba videos de lucha libre, Carmen
Jo abrió una página de Instagram, para ampliar las posibilidades de que Killer Buddha
reparase en ella. Allí subía fotos y vídeos íntimos, desnudándose para meterse
en la cama ante su móvil que la filmaba en su trípode, o probándose lencería
tras salir de la ducha. Ni que decir tiene, sus compañeros de trabajo seguían
su página y comentaban sotto voce cada nueva aparición online de su colega.
¿Cómo podría ella mantener una relación profesional con ellos, después de
mostrarse así? No quería preguntárselo. Estaba cumpliendo una misión para
atrapar a un asesino, eso era todo. Si debía desnudarse para salvar vidas, lo
haría. Y si algunos hombres quedaban ardiendo o derrotados en el camino, lo
siento, las vidas salvadas valen más que eso.
Cada noche leía los comentarios de sus seguidores, pero el nombre de
Killer Buddha seguía sin aparecer. Empezó a desanimarse, preguntándose si
llegaría a atraparlo alguna vez.
Tercera pelea de Anaconda. Su oponente era un muchacho de color etíope
llamado Bennu, muy delgado. La pelea se definió en el tercer asalto cuando ella
le acertó a su rival un rodillazo en plenos testículos, que lo dobló en dos.
Sin darle tiempo a recuperarse, Carmen Jo le metió un nuevo rodillazo entre las
piernas: el africano cayó retorciéndose, y quedó hecho un ovillo a sus pies. El
referí levantó la mano de la vencedora girando para que todos la viesen; el
vencido era un despojo al lado suyo a quien nadie prestaba atención. Lo
subieron inerte a una camilla y se lo llevaron rumbo al hospital.
La filmación de la pelea con Bennu podría ser una más de lucha libre,
pero la semidesnudez de Carmen Jo enfocada desde muy cerca hacía que no fuese
así, transformándola en una secuencia muy caliente. Ella ponía todos sus
músculos en tensión cuando enfrentaba a un oponente, como una pantera humana en
acción.
12
-Estás poseída por Kali. Eres la
Destructora de Hombres.
Carmen Jo dio un salto de júbilo al
leer este comentario al video de su primera pelea: lo firmaba Killer Buddha.
Buscó a Sinclair en su móvil y apretó llamar.
-¡Jefe, picó! -gritó exultante apenas
él atendió.
-¡En buena hora, Jo! -replicó él, no
menos contento-. Así ya no correrán riesgo de morir tus rivales.
-Sé que me excedí un poco con Jeko…
cuando entro a un ring me transformo.
-Dejemos eso. Ahora concéntrate en el
asesino. Respóndele con desdén, polemiza con él. Eso hará que se enganche más
contigo.
-Ya lo tengo bien enganchado,
descuide.
Colgó y se puso a contestar el comentario.
-No te metas conmigo, idiota, o
bailaré sobre tu cadáver.
Media hora más tarde, mientras Carmen Jo escuchaba música con sus
auriculares puestos, titiló una notificación: Killer Buddha le había
contestado.
-Vosotras las occidentales os creéis
diosas.
Ella le respondió enseguida.
-Por eso nos amáis vosotros los
orientales. (o de donde mierda tú seas)
Ambos se trenzaron ahora en un ida y
vuelta picante:
-Casi matas a ese muchacho, Jeko.
-El me desafió, y yo lo puse en su
lugar. Ahora ya no me subestima por ser una mujer.
-Te crees muy lista porque venciste a
un pobre diablo. Todavía debes enfrentarte a un guerrero de verdad.
-¿Y ése eres tú?
-Soy un hombre de meditación, pero
también un guerrero.
-Sube a un ring conmigo y cargarás mi
culo sobre tu cuello.
-Disfruta tus triunfos mientras
puedas. Pronto nos veremos las caras.
-Dime dónde y cuándo.
Pero Killer Buddha ya no contestó.
-Ubicará el gimnasio donde filmaron
tus luchas y te seguirá los pasos desde allí.
-Astuto. Por eso hiciste incluir en
el video de la tercera pelea mi llegada al gimnasio, para que él lo vea de
afuera y lo ubique por Google Street View.
Por orden de Sinclair, Carmen Jo ya no concurría a la Jefatura; Killer Buddha
no debía saber que ella era policía.
-Sabes que no hay vigilancia en tu
casa, no queremos alertarlo.
-Descuida, sé defenderme sola.
-No lo dudo. Igualmente, monitoreamos
tu ubicación por el GPS de tu móvil.
Estas comunicaciones eran frecuentes; Carmen Jo sabía que Sinclair
vigilaba su estado de ánimo, para saber si soportaba la presión de tener a un
decapitador acechándola. Si ella se derrumbaba psicológicamente, la operación
fracasaría; su jefe estaba presto a abortarla al menor signo suyo de debilidad.
Los días empezaron a hacerse tensos, interminables; ella iba a entrenar
al gimnasio dos veces al día, sabiendo que unos ojos ocultos podían estar
viéndola. Enfilaba a propósito las calles más desiertas, vestida con unos
tejanos muy ceñidos y botas. Parecía decirle al asesino "aquí va tu presa,
cógela". Pero sólo lograba que unos moscones pesados apareasen su coche a
su andar, diciéndole cosas. Ella los ignoraba y solo esperaba que se fueran, pero
la seguían por largo rato, estropeando sus chances de encontrarse con el
asesino. Buscó las calles donde el tránsito iba a contramano de su andar,
deshaciéndose por fin de ellos.
Un atardecer salía del gimnasio vestida con unos tejanos de tela
elastizada ceñidísimos a sus piernas. Al cruzar una plaza desierta a esas horas
vio una chispa de luz e instintivamente se agazapó, evitándola. Fue a clavarse
al tronco de un árbol detrás suyo: era un pequeño disco de metal de bordes
serrados. Se parapetó tras el tronco y sacó su arma de la cartuchera oculta
bajo su chaqueta. En la oscuridad creciente vio una sombra que se movía y
disparó. Un segundo disco de metal dentado se clavó en el tronco delante suyo.
Carmen Jo salió a descubierto y gatilló el arma tres veces, asiéndola con ambas
manos.
Se parapetó en el tronco una vez más, contando mentalmente las balas que
le quedaban, pero cuando se asomó otra vez pistola en mano, una sombra cayó
sobre ella, haciéndole perder el arma. Ella no fue a buscarla, pues vio la
sombra de su atacante muy cerca; giró como un remolino y acertó una patada en
el filo que brillaba en la oscuridad. El filo voló lejos, y su atacante y ella
quedaron frente a frente, como dos gatos que pelean en la noche.
-Carmen Jo está siendo atacada en
Ewen Park -voceó Sinclair en su móvil-. Jameson, Reeves, acudan allá. Yo voy
ahora.
Corrió al Jaguar y salió haciendo chirriar los neumáticos. Carmen Jo
tenía su micrófono abierto en comunicación con el móvil de Sinclair, de modo
que él oía en tiempo real los ruidos que se producían cerca de ella. Y esos
ruidos eran disparos.
En su apuro, estuvo a punto de chocar dos veces. Cuando el semáforo se
puso rojo delante suyo dobló por el callejón donde apenas cabía el Jaguar;
aceleró atropellando los tachos de basura a toda velocidad hasta dar en la otra
calle, que tomó de contramano. Eludió a los coches que venían en sentido
contrario subiendo a la acera, donde casi mata a un gordo, hasta embocar la
avenida. Aquí debió detenerse mientras pasaba un lento tramway.
-Maldición…
No quería pensar en la escena que encontraría al llegar, de la cual él
era responsable. El tramway pasó y el Jaguar aceleró de nuevo, llegando por fin
a Ewen Park. Se apeó y desenfundó su pistola, inspeccionando los rincones
sombríos de la plaza.
-No… no me digas que…
Allá, ocultas tras un árbol, había dos figuras tumbadas sobre el pasto.
Se acercó y vio a Carmen Jo inmovilizando a su prisionero con una llave de
piernas.
-Llegas tarde -dijo ella con
tranquilidad.
El tipo estaba tumbado debajo de ella, con la cabeza aprisionada entre
sus muslos; cada tanto gemía, cuando ella aumentaba la presión. Sinclair bajó
su arma.
-Buen trabajo.
En ese momento llegaron Jameson y Reeves. Al ver la escena se
paralizaron por unos momentos. Jameson señaló, incrédulo.
-¿Ese es el decapitador?
-Sí, es él -contestó Sinclair.
-Ahí abajo no parece tan peligroso
-comentó Reeves.
Se acercaron y esposaron al prisionero. La oficial se le paró delante y
lo abofeteó con fuerza.
-Soy Carmen Jo -le dijo con desprecio-
la mujer occidental que te derrotó.
El hombre no la miraba.
Envalentonada, ella le metió un rodillazo en los testículos que lo dobló en
dos, obligándolo a hacer una reverencia involuntaria a su vencedora.
-Cuando estés en la cámara de
ejecución -agregó- esperando la inyección letal, te acordarás de mí.
-Sí, me acordaré de ti.
Ella se apartó, satisfecha. Los agentes lo metieron esposado en el
patrullero y se lo llevaron a la Jefatura.
Cuando llegaron, los recibió el personal de guardia completo con
aplausos y vítores. Carmen Jo fue levantada en andas entre todos, haciéndola
volar por el aire y siendo recibida por dos decenas de manos enlazadas. Alguien
trajo champán -nadie sabe de dónde- y empezó a sonar música. La heroína se puso
a bailar entre todos, moviendo las caderas al ritmo de una salsa cubana;
Jameson la secundó, y tras él Reeves, formando un trenecito festivo. El
pantalón de Carmen Jo lucía grandes desgarraduras que dejaban ver la piel de
sus nalgas magulladas: podían verse las marcas de dientes dejadas en esa piel
por el asesino, no se sabía si como agresión o como homenaje erótico.
Cuando Sinclair volvió de encerrar bajo llave al detenido en el calabozo
de la Jefatura, se encontró con una algarabía inverosímil alrededor de Carmen
Jo, quien bailaba sobre su escritorio, contoneando sensualmente sus caderas.
Menos mal que no sabía bailar, según ella…
No quiso ser un aguafiestas y lo dejó pasar. La verdad, ella se lo
merecía. Había puesto en riesgo su vida para salvar otras, y como si fuera
poco, había atrapado ella sola al asesino. Además, esa misma sensualidad que
ahora estallaba, había sido el factor determinante en el éxito de la operación.
Trajeron pizza de pepperoni -la policía nunca paga por ella- y comieron
y bebieron relajados entre chanzas y bromas, de las cuales Killer Buddha no
quedaba excluido. Era la noche de su derrota, y él los oía festejarla desde el
calabozo. Jameson se presentó ante él y sin decir palabra, le puso delante la
pantalla de su móvil donde había filmado a Carmen Jo moviendo sus nalgas al
ritmo de la música, festejando su triunfo sobre él.
Por fin la algarabía se fue calmando y cada uno volvió a sus quehaceres.
Sinclair llevó a Carmen Jo en el Jaguar hasta su casa, y al detener el auto
frente a su puerta le dijo:
-Has hecho un gran trabajo. Vete a
descansar, te lo mereces.
-Disculpe por haber bailado sobre su
escritorio.
-No tiene importancia… eso sí, esta
noche los muchachos de guardia no podrán concentrarse en sus tareas después de
verte así.
-¿Y usted, inspector? - preguntó ella
mirándolo a los ojos- ¿Podrá concentrarse?
Se apeó y entró a la casa sin volverse a mirar atrás. ¿Y esto? Se
preguntó Sinclair. Carmen Jo siempre había sido respetuosa con su jefe. Pero
bajo la policía obediente había aflorado la mujer insolente, deseosa de
comprobar su poder sobre los hombres. Y eso lo incluía a él, por más que fuera
su jefe. O precisamente por eso.
El Jaguar voló en la noche invadida por la brisa marina, alejándose a
toda velocidad hasta convertirse en una luciérnaga.
13
-Congratulaciones, Sinclair. Ha hecho un gran
trabajo.
-Gracias, comisionado Arnolds. Todo
el mérito es de la oficial Carmen Jo, ella atrapó al asesino sola.
-Así es, una gran agente para la
fuerza.
-A propósito… ¿liberaron a Parnell
Talbot?
-Voy a comunicarme con la fiscal
Langdon para confirmar eso.
-El hombre pasó más de cuatro meses
en Sing Sing, siendo inocente. No debe pasar un solo día más en prisión.
-Usted sabe lo lentos que son los
procedimientos judiciales… imagino que saldrá pronto.
-¿Pronto? Debe salir ya.
-Buen, Sinclair, lo dejo.
Congratulaciones de nuevo.
-Gracias por llamar, comisionado.
Sinclair colgó y salió de la Jefatura, donde lo esperaba la prensa
impaciente por obtener sus declaraciones.
-¿Atraparon al decapitador?
-¿Cómo fue?
-¿Opuso resistencia?
Sinclair guardó silencio unos momentos, hasta lograr que se calmaran.
-Inspector, para Fox News… ¿Cómo
lograron atrapar al asesino?
-Fue un operativo conjunto entre las
Jefaturas de policía de Manhattan y Albany. La oficial Carmen Josephine
Rodríguez actuó como cebo y logró atrapar al asesino, inmovilizándolo hasta que
llegó la patrulla.
-¿Confesó sus crímenes?
-No aún. Pero tenemos sus huellas
dactilares en tres escenas del crimen, por lo cual no caben dudas de que
tenemos al hombre correcto. También su perfil de ADN coincide con el de la piel
que había bajo las uñas de la doctora Kate Woodward. Es él.
-¿Queda excluida entonces la
responsabilidad de Parnell Talbot en el crimen de Sue McKenzie?
-Completamente. El asesino múltiple
dejó sus huellas en la escena del crimen de McKenzie. Talbot debe ser liberado
sin demora, lleva más de cuatro meses preso siendo inocente. Ahora sí me
permiten… tengo trabajo que hacer.
Sinclair se abrió paso entre el periodismo y fue a buscar su Jaguar.
Después de tanta tensión vivida esos días, se merecía un descanso.
Anne Dupont Legrasse y Sinclair estaban almorzando en il Rizzo, el
pequeño restaurante de Albany con la vitrina protegida por el toldo verde. Se
hallaban en la mesa junto a la vidriera, comiendo unos exquisitos fuccili con
mariscos regados con vino chianti.
-Salud -propuso Anne levantando la
copa-. Por haber atrapado a Killer Buddha.
-Salud -respondió Sinclair chocando
las copas.
-¿Crees que lo sentenciarán a muerte?
-Supongo que sí.
-Lo que hizo es terrible… pero la
pena de muerte también me parece terrible.
-Yo tengo mi propia teoría sobre la
pena de muerte.
-¿Cómo es eso?
-Tu sabes que cada estado de nuestro
país tiene su propio criterio legal al respecto: en algunos estados, como el de
New York, existe la pena de muerte para los casos de homicidio, mientras que en
otros no hay pena de muerte, aunque el asesino haya matado a diez o a
quinientas personas.
-La gente suele irse a los extremos.
Anne clavó un langostino ya pelado en su tenedor, y se lo comió con
despreocupación.
-Y todo termina siendo una lotería
-completó Sinclair-. Matas a una persona en New York bajo ciertas
circunstancias, y te condenan a muerte. Matas a cien en el estado vecino, y
sólo vas a prisión.
-¿Qué propones tú?
-Pena de muerte solamente en caso de
asesinatos múltiples. Tres homicidios o más, cometidos en diferentes momentos,
con distintos testigos y demás evidencia circunstancial. Eso evitaría condenar
a alguien por error, cosa frecuente en los casos de un único homicidio.
-Coincido contigo: demasiadas veces
se condena a un inocente por error, como para que nadie se arrogue el derecho a
hacer ejecutar al presunto autor de un único crimen.
-Además, debe otorgarse al reo la
oportunidad de rehabilitarse tras haber purgado su condena.
-¿Y al asesino serial no?
-Esos ya no pueden rehabilitarse. Son
personas que han hecho demasiado daño para ser perdonadas, y deben recibir su
merecido.
-No sé… ejecutar a un asesino es
rebajar a la sociedad a su nivel.
-La sociedad se envilece más al
tolerar a esa lacra. Si dejamos vivos a monstruos como Ted Bundy o el carnicero
de Milwakee, nos ensuciamos todos.
-Al asesino de Milwakee lo mataron
los otros presos en la cárcel…
-...Porque la Justicia de una sociedad
hipócrita no quiso condenarlo a muerte. Legisladores y jueces se lavaron las
manos, y dejaron que los presos hicieran el trabajo sucio.
-Tú propones que la Justicia se haga
cargo del trabajo sucio haciendo ejecutar a los asesinos en serie.
-Es lo que corresponde. Si un miembro
está gangrenado se lo amputa. Y si un criminal está completamente podrido, se
lo debe eliminar como a un miembro gangrenado del cuerpo social.
-Por supuesto, dándole todas las
garantías de defensa en juicio.
-Desde luego.
-Killer Buddha cumple todos tus
requisitos para ser sentenciado a muerte: cinco asesinatos comprobados en tres
ocasiones diferentes. Hay testigos, huellas digitales suyas en la escena de
cada crimen, y hasta tenemos su ADN confirmado en los restos de piel bajo las
uñas de una víctima.
-Debe morir.
-Tenemos su identificación.
Jameson entró al despacho del inspector trayendo un fax de Migraciones
en respuesta al pedido de identificación de la policía. Sinclair leyó:
"Norgai Kumbu. Sexo: masculino. Edad: 29 años. Nacionalidad:
tibetana. Pasaporte chino N°31654278. Entró a los Estados Unidos el 6 de julio
de 2021 con visa de turista. Se alojó en el hotel Greymond de New York."
Sinclair dejó el fax sobre el escritorio y atravesó las oficinas de la
Jefatura hasta la escalera que bajaba al sótano. Recorrió un corto pasillo y
llegó al calabozo donde estaba detenido desde hacía dos días Killer Buddha. Se
aproximó a los barrotes y distinguió al detenido quieto, sentado sobre su
camastro. Levantó la vista hacia Sinclair, y los dos se miraron en silencio.
-¿Por qué lo hiciste?
Killer Buddha se mantuvo callado un minuto entero. Luego habló:
-Quise eliminar el deseo.
Sinclair pensó unos instantes antes de contestar.
-Eliminaste objetos del deseo. Pero
el deseo mismo está adentro tuyo y no se puede eliminar.
-El maestro Buda enseña que debes
suprimir el deseo para librarte de él.
-Tú eres un mal alumno del Buda.
Haces exactamente lo contrario a lo que él enseña. En lugar de suprimir el
deseo, sucumbiste a él, buscando a las mujeres más provocativas de internet.
-No soy digno de calzarle las
sandalias al Maestro, lo sé. Cuando vi esos vídeos… parecían provenir de otro
mundo, donde las mujeres tentaban a los hombres como demonios.
-Entonces decidiste tomar un avión y
venir a New York.
-Sí. Dejé mi monasterio y llegué a
este mundo desquiciado de ustedes.
-¿Y qué lograste?
-Corté tres cabezas de Narakas.
-No mataste demonios, sino mujeres. Y
tus Narakas son una hidra cuyas cabezas se regeneran perpetuamente; nunca acabarías
de cortarlas todas.
-El tulpa seguirá mi trabajo…
Sinclair recordó el nombre de ese "hijo espiritual" del cual
le habló el sacerdote del templo budista neoyorquino, pero su escepticismo al
respecto era demasiado grande como para concederle importancia.
-Imagino que habrá prostíbulos en el
Tíbet. Debiste concurrir a ellos y desfogarte.
-Los lupanares no pueden saciar mi
sed.
-Es cierto que no dan auténtico
placer, pero al menos hubieses obtenido un alivio allí. Incluso convertirte en
un hombre disoluto era mejor que lo que hiciste.
-El tulpa seguirá mi trabajo…
Killer Buddha tenía una idea fija, y Sinclair comprendió que era inútil
intentar razonar con él.
-Dios se apiade de tu alma…
Se apartó del calabozo y lo dejó solo, sentado en su camastro.
Necesitaba respirar aire sano.
El Buda estaba sentado en posición de loto, meditando. El discípulo
caminó con gallardía hasta él y le hizo una reverencia breve y cortés.
-Maestro ¿cómo debemos responder a
las ofensas de nuestros enemigos?
El anciano guardó silencio unos minutos, y al fin contestó:
-Responde a los golpes e injurias
como el sándalo responde al hacha que lo hiere: sólo con su aroma.
El discípulo meditó unos instantes y refutó al Maestro.
-No todos los hombres pueden actuar
como vegetales. Ni deben hacerlo. Maestro, respeto su nobleza, pero desde ahora
seguiré mi propio camino.
-Hazlo, y que la sabiduría te
ilumine.
Ambos se hicieron una reverencia profunda, y el discípulo partió en
busca de su propia verdad.
14
Un fino rayo de sol, casi azul, se filtraba por la claraboya y caía
sobre el camastro donde Killer Buddha se encontraba sentado en posición de
loto. Su rostro era una máscara introspectiva donde era imposible leer una
emoción, a excepción del trance en que se había abstraído, ajeno por completo a
la realidad material que lo rodeaba. Ya no estaba encerrado en un calabozo
estrecho, en los sótanos de la Jefatura de Policía de Manhattan.
Se veía en una inmensa pista de patinaje con pendientes pronunciadas,
cubierta por un techo altísimo, que en partes se perdía de vista. Allí
patinaban seres a medio camino entre lo humano y la caricatura, cubiertos por
sombreros cónicos y cantando en suizo con un falsete muy agudo: O lo lo re le í
i i O lo re le í i, I o ie í í i io io, O
lo lo re le í i i O lo re le í i, Io o
re í io io… el canto reunía dosis iguales de alegría y demencia. Uno de los
patinadores se le acercó y lo tomó de la mano, invitándole a patinar juntos. No
podía decidir si era un rey o una mujer, pero se dejaba llevar por ese éxtasis
resbaladizo sobre un parquet encerado que era tan duro como el hielo. Avanzaron
entre los patinadores, que eran miles, hacia el área donde el techo se perdía
de vista de tan alto. Ahora vio un hormigueo sin fin de gente, como si la
humanidad entera, o su caricatura, estuviese ahí deslizándose y cantando.
Killer Buddha presentía que si se dejaba llevar por demasiado tiempo, ya nunca
podría abandonar ese lugar. Pero era tan lindo cantar y deslizarse sobre el
parquet encerado, cantar y deslizarse sin fin con aquella alegría idiota. El
patinador o la patinadora a su lado tenía una mano persuasiva, no necesitaba
hablar para convencerlo de haber encontrado la auténtica felicidad de los
enfermos mentales, la única experiencia viable de la eternidad. O lo lo
re le í i i O lo re le í i, I o ie í í i
io io, O lo lo re le í i i O lo re le í
i, Io o re í io io…
Con un gigantesco esfuerzo soltó la mano que lo llevaba y se arrancó de
ese mundo infame, volviendo a su calabozo en los sótanos de la Jefatura. La
claraboya ya no proyectaba ningún rayo azul sobre su camastro deshecho, donde
debía pasar otra noche miserable.
De nuevo sobre el camastro, meditando. Los presos tienen mucho tiempo
para escarbar el pasado, mas nunca encuentran un tesoro allí. Fiel al ritual,
el rayo azul penetra por la claraboya, iluminando su perfil oriental. Killer Buddha
tiene el rostro alargado, los ojos oblicuos, la tez de cobre tostada por el
sol, o por antiguos soles que curtieron su raza ancestral. Se hunde en el
trance, como un conejo en su madriguera. Sus ojos se cierran; es imposible
leerlos. Su respiración se acompasa como si estuviese en un monte. No más
apuro, ni ansiedad; sólo importa el viaje interior.
Ve una fila de personas contra una pared amarillenta; simplemente están
de pie, sin hacer nada. Reconoce a su abuela, con su sonrisa amorosa; está
también su padre, muerto al despeñarse de un precipicio; y amigos que
abandonaron el mundo tiempo ha. Todos lo miran fijo, sin hablar. Le tienden la
mano: “ven, ven con nosotros” es su mensaje implícito. En esa soledad tétrica
de su vida, Killer Buddha siente la tentación de ir con ellos. ¿No es esa
sonrisa de su abuela la antesala de maravillosos regalos que lo harán feliz?
Claro que sí, ella fue el personaje más querido de su infancia. Da un paso
hacia la fila inmóvil, pero años de entrenamiento en la meditación le han
enseñado el punto de no retorno. Una vez aceptada la invitación, no hay vuelta
atrás. Así que violentándose a sí mismo, da un paso atrás y escapa, sin saber a
dónde. Por un momento se pierde, no encuentra la salida de ese mundo penumbral;
entretanto, una sutil luminosidad rodea su cuerpo. Jameson, que ha bajado a
echar una ojeada, abre los ojos como relojes: ¡el puto monje está levitando!
Sale disparado a avisarle a los demás, ya bajan corriendo el inspector
Sinclair y Reeves, puestos en alerta por la agitación desusada de su compañero.
-¡Mire, inspector! ¡No toca el suelo!
Reeves se queda paralizado, pero Sinclair avanza hacia el detenido y lo
aferra por los hombros con ambas manos. Killer Buddha se desploma como un fardo
sobre el colchón, desde una altura de apenas diez centímetros. Pero este
abrupto descenso lo desarma completamente, como si hubiese caído del cielo. Y
tal vez eso pasó, literalmente.
-Llama a Allamistákeo, el tipo está
inconsciente.
Reeves corre hacia el edificio adyacente de la morgue, pero ya el reo
recupera el conocimiento.
-¿Qué te pasó? ¿Intentabas escapar?
El asesino lo miró sin decir palabra. Sinclair resistió la tentación de
abofetearlo, no era su estilo maltratar a los detenidos. Quedaron mirándose a
los ojos: Sinclair se dijo que el hombre era un enigma. Y no era precisamente
el psicólogo de las rastas, Lester Ryan, quien podía descifrarlo.
-Vamos, ya no hay nada que hacer
aquí.
-¿Qué pasa si levita de nuevo?
–preguntó Jameson preocupado.
Sinclair se alzó de hombros, indiferente y perplejo a la vez.
-Irá a comer alpiste con las palomas…
Nuevo día en la Jefatura de Policía de Manhattan. Killer Buddha medita
sobre su camastro, mientras un rayo azul desciende sobre él desde la claraboya.
Ha cerrado los ojos, dirigiendo la mirada hacia su interior. Se ve en alta mar,
tripulando un velero, solo. Montañas de agua levantan y hunden alternativamente
la embarcación; él debe sostener el timón con destreza, para que el velero se
mantenga de proa al oleaje, caso contrario dará una vuelta de campana,
llevándoselo al fondo del mar. Pero no puede moverse, está postrado por una
infección. El velero, al garete, está condenado. Killer Buddha está afiebrado,
apenas puede abrir los ojos y ver cómo su embarcación poco a poco pierde el
rumbo y las olas empiezan a jugar con él, antes de engullirlo.
Pero entonces aparece una figura cuyo rostro él no puede ver, y aferra
el timón. Sabiamente pone al velero de frente al oleaje, y empieza una gesta
heroica que dura varias horas. El patrón afiebrado lo ve de espaldas: lleva un
capote marinero y una capucha cubriéndole la cabeza. Nunca gira del todo; está
concentrado en el mar enfrente suyo, pues la menor distracción acabará con la
embarcación. Killer Buddha delira, presa de una fiebre altísima. Pero la figura
embozada continúa dirigiendo el velero contra la tormenta, durante horas. Pasa
una noche de terror, de la cual apenas recuerda nada. Pero al amanecer escampa,
y un mar sereno refleja el sol. Killer Buddha ya no ve a su salvador; ¿se habrá
metido en la cabina? Si está durmiendo, bien merecido lo tiene.
En su delirio se pregunta de dónde ha salido esta aparición en alta mar;
y no hay respuestas. Cuando por fin se siente mejor y baja a explorar el
camarote, no lo ve. Su salvador ha desaparecido. Pone proa a una lejana isla de
Oceanía, y al séptimo día desde la tormenta divisa unas montañas cubiertas por
lujuriosa vegetación. Entra a puerto dirigiendo con solvencia el velero, pues
ya se siente mejor. Es consciente de estar viviendo un ensueño diurno, pero al
mismo tiempo está ahí, en ese pequeño puerto de Oceanía. En un rapto de lucidez
comprende que éste es el momento que estaba buscando: detrás suyo siente una
presencia, pero no se da vuelta para verlo. Le toma la mano, aún de espaldas, como
Orfeo a Eurídice; pero no comete el error del héroe griego. Mantiene el paso
tardo y lo conduce fuera del velero.
Es el tulpa, su hijo espiritual rescatado del reino invisible. Y éste
puede ser un rey demente a quien le apasiona patinar, o una mujer que canta en
suizo con un falsete altísimo, o un viejo pariente que apenas recuerda. Su cara
sin facciones emerge a la realidad del día; y aún sin poder esbozar un gesto se
lo presiente hosco, inescrutable, dañino. Con una maldad más allá de lo humano,
donde no cabe la compasión. Es el tulpa, y ha venido a nuestro mundo para
sembrar el terror.
15
"Adicta al gimnasio". Así se
caracterizaba a sí misma Lea Wehrstein, fisiculturista célebre en las redes por
sus videos de fitness gym, con seis millones de seguidores. A diferencia de
otras fisiculturistas, ella no había aumentado el volumen de su espalda o sus
bíceps; no buscaba parecerse a un varón. Mantenía su espalda y bíceps delgados,
aunque fibrosos. Toda su potencia se concentraba en los muslos y las nalgas,
cuyos músculos se marcaban al menor movimiento, sin perder su armonía de
volúmenes. Era un animal de presa hembra, perfecto. Solía treparse a una torre
de acróbatas, todos hombres, para coronarla con su belleza. Porque en efecto,
practicaba acrobacia artística: ejercía su arte en circos o en la calle, con
retribución "a la gorra".
Incluso a veces hacía acrobacias ante los autos detenidos frente al
semáforo, por el solo placer de mostrarse.
Durante la temporada de cruceros actuó en un teatro flotante, junto con
su soñador Mike. El la sostenía en alto, mientras ella exhibía su hermoso
cuerpo bañado por un rayo de luz cenicienta. El número era largo, para que el
espectador pudiese apreciar los contornos perfectos de sus piernas extendidas o
flexionadas en diversas poses, usando la espalda o los hombros de Mike como
silla. Cada tanto cambiaba de posición apoyando una mano sobre su cabeza, que
él mantenía firme con gran esfuerzo tensionando los músculos de su cuello. Esta
lenta coreografía era enervante, un cuerpo hermoso exhibiendose y otro
sirviendo como sostén, un poste que ella usaba como punto de apoyo.
Al cancelarse los cruceros por la pandemia, Lea se volcó a internet,
subiendo sus números a Youtube, junto con nuevas rutinas de fitness que
entusiasmaban a sus seguidores. Ya no era un cuerpo exhibiéndose bajo la luz de
los reflectores, sino ante los ubicuos e indiscretos móviles, que la ponían a
prueba con sus exigentes ojos electrónicos. Pero su cuerpo pasaba airoso el
examen.
-Inspector, no se lo va a creer
-Jameson llegó muy agitado al despacho, apenas Sinclair había entrado-. Acaban
de reportar un crimen en el bajo Manhattan. Encontraron a una mujer muerta en
su bañera… decapitada.
Sinclair abrió los ojos y quedó inmóvil unos segundos, sin decir nada.
Luego reaccionó.
-¿Tenemos un imitador?
No esperó respuesta, pues la pregunta no iba dirigida a Jameson, sino a
él mismo. Cogió el coche patrulla esta vez, en lugar del Jaguar, para abrirse
paso con la sirena. Jameson iba al lado suyo, y en la otra patrulla salieron
Carmen Jo y Reeves. Recorrieron Riverside Drive a todo gas, desparramando autos
que se abrían como lanchas al paso de un transatlántico, urgidos por la sirena.
La mayoría de los policías usan este recurso por comodidad, por ganas de
correr, o simplemente porque pueden hacerlo. Pero Sinclair estaba impaciente
por ver la escena del crimen; no le gustaba meter inocentes en prisión, y de
hecho, sabía que este no era el caso. Pero él había resuelto una ecuación que
ahora se reabría con nuevas incógnitas.
Aparcaron junto a un edificio antiguo, perteneciente a la época dorada
de los rascacielos. Se identificaron en recepción y Sinclair le hizo unas
preguntas al portero antes de tomar el ascensor. El hombre le contó que la
víctima salía todas las mañanas temprano a hacer running, antes de volver para
desayunar y luego dirigirse al gimnasio. Al no verla durante tres días se
extrañó, porque sabía que los cruceros aún no funcionaban, y ella estaba en
Manhattan. Pero no hizo nada hasta que llegó una factura de luz de su
apartamento. Entonces tomó el ascensor y golpeó la puerta del 16° D, donde ella
vivía, sin recibir respuesta. Llamó al propietario del apartamento que Lea
alquilaba, quien llegó con su llave; al abrir encontraron el horror. No tocaron
nada, para no alterar la escena del crimen (usó esa expresión, posiblemente
copiada del propietario). Dejaron la puerta abierta, la policía podía entrar
libremente.
Sinclair le agradeció sus informes y subió junto con sus agentes al
decimosexto piso, dirigiéndose al número indicado por el denunciante. La puerta
estaba abierta y entraron en silencio. Todo parecía en orden. El sofá con sus
almohadones de la India, el porta sahumerios sobre la mesita ratona, las fotos
enmarcadas de Lea haciendo acrobacias en el teatro del crucero… pasaron al
baño. Carmen Jo soltó un grito ahogado mientras se tapaba la boca, y una
vaharada de olor nauseabundo envolvió a los cuatro policías. Sinclair se
aproximó a la bañera: allí había un cuerpo de mujer decapitado. Se volvió a
todas partes buscando la cabeza; no estaba. Tampoco vio ninguna campanilla
tibetana. Volvió a mirar el cuerpo: el cuello no estaba cortado con prolijidad,
más bien parecía que hubiesen arrancado la cabeza. Había tendones sueltos y
hasta vértebras descolocadas sobre un charco de sangre espesa.
El modus operandi era claramente distinto a los crímenes de Killer Buddha.
-Aquí Sinclair. Quiero al equipo de
dactiloscopia y al forense en la dirección denunciada del bajo Manhattan.
Colgó y se puso a sacar fotos del cadáver con su móvil. Pasó a los otros
ambientes del apartamento, que parecían estar en orden, a excepción de la cama
deshecha. Supuso que Lea -si es que era ella, aún debía confirmarlo con sus
huellas digitales- había salido de la cama para bañarse, cuando fue sorprendida
por el asesino. Iba a ir hacia la puerta de entrada para comprobar el estado de
la cerradura -aunque el portero le había dicho que no parecía forzada, pues el
propietario había abierto sin problemas con su llave- cuando algo en el
taparrollos de la persiana llamó su atención. Se acercó y extendió la mano
hacia el objeto, pero quedó paralizado a mitad de camino, sin tocarlo.
-Santo cielo…
Era una campanilla de bronce tibetana, del tipo que él conocía tan bien.
Pero su exclamación involuntaria se debía a una circunstancia inexplicable:
estaba incrustada en la mampostería, sobresaliendo sólo la mitad de ella.
Sinclair se inclinó a mirar el taparrollos desde abajo, iluminándose con la
linterna de su móvil: podía ver la otra parte de la campanilla sobresaliendo de
la parte interna de la mampostería. Estaba encajada en el material como si
hubiese formado parte de la pared desde su construcción misma. El inspector no
podía explicárselo, por más que miraba y remiraba la campanilla del lado
exterior e interior de la mampostería. No había grieta alguna donde hubiese
podido ser encajada. El material estaba liso, perfecto por ambos lados: era una
mampostería de yeso impecable, sin señales de haber sido repintada
recientemente. Se apartó sacudiendo la cabeza con incredulidad: en todos sus
años como policía nunca se había encontrado con un enigma semejante. Sacó fotos
y esperó pacientemente la llegada de la gente de dactiloscopia; cuando arribó
Kathy, la llevó directamente frente a la campanilla.
-Quiero las huellas dactilares que
haya sobre esto. Y también, sobre la mampostería todo alrededor. De ambos
lados.
Kathy se quedó mirando con cara de extrañeza, sin entender.
-No digas nada. Solo haz lo que te
pido.
Al rato apareció Allamistákeo. Sinclair se fue con él hasta el baño y se
quedó mirando el cadáver, asqueado. El doctor se aproximó a escasos centímetros
del cuello, permaneciendo inmóvil largo rato. Luego habló.
-Parecen dientes.
Señalaba unas marcas marrones grandes en la base del cuello.
-¿Son dientes o parecen?
-Debo tomar muestras para saberlo.
Pero son demasiado grandes para ser dientes humanos… no hay marcas de
colmillos… como una boca de caballo.
Sinclair se apartó, más confundido que antes.
-Hágame llegar su informe, doc.
Se fue hacia el coche patrulla, tras examinar la puerta de entrada del
apartamento: no había marcas negras sobre la pintura blanca alrededor de la
cerradura, inevitables cuando uno manipula una ganzúa. El pestillo funcionaba
correctamente, y el propietario había podido abrir con su llave sin problemas.
Un misterio cómo había entrado el asesino, salvo que ella lo conociera.
Carmen Jo estaba esperándolo junto al auto, demudada. Si Sinclair
experimentaba confusión intelectual, ella parecía sentir una repulsión
psicofísica por toda la escena.
-Vámonos pronto de aquí -le dijo, y
se metió en el auto.
Sinclair arrancó lentamente, y se mantuvo reflexivo todo el viaje. No
hablaron.
16
El mismo día que Parnell Talbot era liberado -tras pasar más de cuatro
meses en prisión-, Killer Buddha ingresaba en la cárcel de Sing Sing, en el
sector de máxima seguridad. Prácticamente se cruzaron en la puerta, y podían
haberse dado la mano como los corredores de postas, que no dejan solución de
continuidad en la carrera. Siempre hubo un preso por las decapitaciones, sólo
que ahora tenían al reo correcto.
Sinclair lamentó no tener a Killer Buddha en la Jefatura para poder
interrogarlo. Había muchos puntos oscuros en el nuevo crimen, y los informes
dactiloscópico y forense no hacían más que ahondar el misterio. La única
certeza emergente de ellos era que las huellas dactilares de la víctima pertenecían
a Lea Wehrstein. Llamó por el intercomunicador a dactiloscopia.
-Estoy leyendo tu informe, Kathy. ¿Cómo
es posible que no haya huellas sobre la campanilla?
-Cuando nadie toca un objeto por
mucho tiempo, las huellas se desvanecen.
-Pero eso tiene que haber sido puesto
allí por el asesino ayer o anteayer a lo sumo.
-No tengo respuesta para eso, West.
No hay huellas dactilares sobre la campanilla, y tampoco hemos detectado
ninguna sobre la mampostería alrededor suyo.
-Gracias Kathy, estamos al habla.
Tomó en sus manos el informe del forense. aquí había más puntos
inexplicables: "las marcas en la base del cuello fueron dejadas por
dientes de apariencia humana, pero la apertura de la mordida y las huellas
dejadas por los dientes mismos son demasiado grandes para pertenecer a una
persona."
Por si fuera poco eso, Allamistákeo concluía "El cuello parece
haber sido arrancado de una sola dentellada". Sinclair levantó la vista
del informe y la fijó en un punto indeterminado, mientras imaginaba a un
hipopótamo atrapando la cabeza de Lea y arrancándola de un tirón. Un hipopótamo
en un piso 16 del bajo Manhattan… no tenía sentido. Levantó el
intercomunicador.
-Stevens, revisa las cámaras de
seguridad en un radio de dos manzanas a partir del domicilio de Lea Wehrstein.
-Ya tengo conmigo las cintas. Cuando
las haya revisado te aviso.
Decidió despejarse yendo a almorzar a Denny's; cuando iba a salir se
encontró con Tim Doherty esperándolo en la guardia.
-¿Qué hay, West?
-Hola Tim, gusto de verte.
-¿Sales a almorzar?
-Tú sabes a qué hora me pica el
estómago.
Salieron juntos hacia el restaurante. Una vez allí se sentaron en la
mesa de siempre.
-Hoy tenemos bistec con huevos como
plato del día -les informó el mozo.
-Que sea eso para mí -ordenó
Sinclair.
-Para mí una crepe caramelizada -encargó
Doherty.
Los ojos del periodista quedaron fijos en Sinclair.
-Estás en problemas.
-¿En serio?
-Habías triunfado esclareciendo una
cadena de crímenes y atrapado al decapitador serial. Pero ahora…
-¿Qué?
-Sé lo de la nueva decapitación.
Sinclair guardó silencio. El mozo trajo las bebidas y ambos se sirvieron
cerveza. Bebieron callados, hasta que Doherty rompió el silencio.
-¿Cómo puede ser, West? Tu caso
contra Killer Buddha era impecable. ¿O le ha salido un imitador?
Sinclair demoró aún en dar una respuesta. Luego:
-Al principio creí eso. Pero ya no sé
qué pensar…
Doherty lo miró de soslayo.
-Dime algunos detalles, quizá pueda
ayudarte. Sabes que soy una tumba.
-Sí, una tumba de vampiros -Sinclair
rio de buena gana-. Mira, no hay por qué aterrorizar al público. Decapitación
perpetrada por un imitador es la versión policial. Por ahora se queda así.
-Pero tú no lo crees.
-No sé qué creer aún, Tim. Tú pública
la teoría del crimen por imitación, es lo mejor que tenemos por el momento.
-Estás más misterioso que de
costumbre, y eso ya es mucho decir.
Sinclair se encogió de hombros y permaneció obstinadamente callado hasta
que el mozo trajo su bistec con huevos y la crepe. Ambos comieron en silencio,
consultando su móvil de vez en cuando. Como cualquier par de comensales
corrientes, versión siglo 21.
Volvió a su despacho, donde lo esperaba el móvil de la víctima ya
desbloqueado por los técnicos en informática. Abrió el WhatsApp y comenzó a
leer los últimos mensajes. Nada interesante para la investigación. Pensó que
debía citar a Mike, el novio de Lea, pero algo le decía que no habría progresos
por ese lado. Entró al Facebook de Lea, a su Instagram. No encontró nada.
Revisó los comentarios a sus videos de Youtube durante más de una hora. Por
fin, cuando el desánimo y el aburrimiento le estaban ganando la partida, dio
con un comentario de Killer Buddha, fechado siete meses atrás, en mayo de 2021:
"Tú usas a los hombres como postes o como peldaños para trepar a lo más
alto. Pero no alcanzarás el cielo."
Nada más. No había respuesta de Lea;
de hecho, no respondía ningún comentario a sus videos. Media hora más de
lectura lo convenció de que tampoco había más comentarios de Killer Buddha.
Se levantó a tomar un capuccino de la máquina, mientras reflexionaba.
Killer Buddha había puesto la mira en Lea Wehrstein tiempo atrás, de algún modo
él estaba implicado en su asesinato, pero… ¿cómo? El tipo estaba en prisión,
bien seguro tras las rejas. ¿Tendría un socio? Fue entonces cuando recordó
aquella frase, su mantra obsesivo: "el tulpa seguirá mi trabajo"...
No. Se negaba a considerar aquella posibilidad. El no creía en hijos
espirituales ni nada remotamente parecido. Debía haber una explicación racional,
y él la encontraría.
Sonó el intercomunicador. Era Stevens.
-West, tengo algo para ti.
-Sube ya.
Esperó unos diez minutos: la explicación racional estaría allí, en las
cintas de las cámaras de seguridad. El sabía esperar, era un cazador paciente;
y ahora llegaba el momento de cobrar la presa. Stevens llegó con las cintas y
un pendrive donde había compilado los segmentos álgidos de las filmaciones.
Horas de película resumidas en unos pocos minutos.
Conectó el pendrive en la PC y tras invitar a Sinclair a sentarse con un
gesto teatral, dio play. Sinclair se acomodó en su butaca; la pantalla mostraba
una esquina desierta, de noche. La reconoció de inmediato, pues esa misma
mañana había aparcado el coche patrulla ahí: era la más próxima al edificio
donde vivía Lea Wehrstein. Había un gran contenedor de basura cerrado sobre la
acera; y en la calle, al lado suyo, se veía el cuerpo atlético de un hombre
haciendo flexiones de brazos. Sinclair frunció el ceño, extrañado: no parecía
la hora ni el lugar más propicio para hacer ejercicio. La cabeza del hombre no
se veía, estaba cubierta por el follaje de un árbol. Sólo era posible apreciar
el subir y bajar de un cuerpo bien proporcionado y entrenado. Entonces hubo un
cambio de perspectiva, la filmación de otra cámara de seguridad siguió sin
solución de continuidad a la anterior. Ahora se veía la cara del individuo que
hacía flexiones, mirando hacia arriba: en esos rasgos indescriptibles se
fusionaban la hidrocefalia y el síndrome de Down. Sudaba copiosamente por el
esfuerzo, pero lo más impresionante era su expresión de supremo dolor, como una
protesta metafísica contra el cielo.
-No puedo ver eso.
Stevens había apartado la mirada de la pantalla. Pero Sinclair entornó
los ojos como dos rendijas de luz, sin perder detalle de ese rostro maldito. La
filmación era breve; la cámara de seguridad se movía enfocando otros puntos y
luego volvía junto al contenedor de basura: ahora no había nadie ahí.
-¿Qué es eso? -preguntó Stevens
asqueado.
Por toda respuesta, Sinclair proyectó de nuevo la filmación, mientras su
compañero miraba para otro lado.
-Me extraña la desproporción entre el
cuerpo y la cabeza -dijo al cabo-. Normalmente, la gente con hidrocefalia o
síndrome de Down tiene un cuerpo deforme, acorde con su enfermedad. Pero éste
tiene un cuerpo de atleta coronado por una cabeza inmensa… imposible.
-Yo nunca vi algo así. No está
hinchado solamente el cráneo, tiene todos los rasgos faciales agrandados.
-Y me pregunto si en esa boca de
caricatura, gigante… no cabe una cabeza humana.
Stevens se hizo la cruz y recogió las cintas de las cámaras de
seguridad.
-Te dejo el pendrive.
Se fue de inmediato. Sinclair hubiera jurado que la filmación había
afectado su ánimo.
-Diga.
-Comisionado Arnolds al habla.
-Cómo está usted.
-Yo bien. ¿Y usted?
-Perfectamente.
-Parece que me apresuré al
felicitarlo.
-No lo creo.
-¿Qué me dice de la nueva
decapitación?
-Un imitador. El modus operandi es
diferente. No usa la misma arma.
-¿El asesino tiene un socio?
-No lo creo… dejémoslo en imitador.
-Usted pondrá la cara ante la prensa.
-De acuerdo. Déjeme maquillarme
primero.
-No creo que le den tiempo. Por
cierto, Sinclair… esto debe acabar. No pueden seguir decapitando mujeres en
nuestra jurisdicción.
-Al primer decapitador lo atrapé. Y
atraparé también al segundo.
-Por el bien de todos, espero que así
sea.
-En un remoto país sudamericano dicen
"siempre que llovió, paró".
-Usted proviene de Sudamérica… haga
parar esta lluvia antes que nos moje el culo a todos.
-Gracias por su llamado, Comisionado.
A la mañana siguiente toda New York sabía que había ocurrido una nueva
decapitación. Sinclair llegó a la Jefatura tarde, para que el periodismo, ya
aburrido de esperarlo, abreviase las preguntas.
-Inspector Sinclair, unas palabras
para CBC News. ¿Qué nos puede decir de este nuevo crimen?
-Es obra de un imitador de Killer Buddha.
Lamentablemente, cuando se da difusión a una cadena de crímenes, pueden surgir
imitadores. Gente para quien el asesino es una fuente de inspiración. Nosotros
no podemos evitar eso.
-¿Usaron un cuchillo de tres filos,
como el decapitador serial?
-No. Esta vez la cabeza fue arrancada
de cuajo.
Murmullos sorprendidos entre los periodistas.
-¿Cómo lo hicieron?
-Lo estamos investigando aún. Es
secreto del sumario.
-La víctima, Lea Wehrstein ¿conocía a
Killer Buddha?
-No. Pero él publicó un comentario a
uno de sus videos en Youtube.
-Entonces el nuevo asesino trabaja en
equipo con él.
-Yo no diría eso. Tal vez se sienta
un continuador de sus asesinatos, pero no creo que estemos ante una asociación
ilícita para delinquir.
-Algunos señalan de nuevo a Parnell
Jones como decapitador.
-Dejen tranquilo a ese hombre. No
conoce a Killer Buddha, ni tiene nada que ver con él.
-¿Es casual entonces que este
asesinato se produzca pocos días después que él salió de la cárcel?
-Sí, es casual.
-Parnell Jones odia a las mujeres
blancas, según su informe psicológico. ¿Cómo puede descartar su participación
en los crímenes?
-Del mismo modo que descarto la suya.
-¿Tienen alguna pista que los
conduzca al nuevo asesino?
-No de momento. Pero pueden estar
seguros de algo: no meteré preso a un inocente para satisfacer el clamor
popular.
-¿Piensa dejar impune este crimen?
-No dije eso. Pusimos tras las rejas
al asesino de Sue McKenzie, Cándida Gómez Leiva junto con sus padres y Kate
Woodward. Y haremos todo lo posible por atrapar al asesino de Lea Wehrstein.
Pero si no lo hallamos, no encerraremos a un inocente en su lugar. ¿Está claro?
El periodismo no quedó muy satisfecho con esta declaración, y se
dispersó refunfuñando. Ellos querían sangre. De cualquiera. No tenían la
paciencia ni el instinto cazador de Sinclair, y usaban como chivo expiatorio a
aquél contra quién sentían más prejuicios. Pero en el coto de caza del
inspector sólo había una presa legítima: el culpable.
Esa tarde Sinclair volvió a examinar todas las evidencias del caso
Wehrstein, y muy a su pesar debió admitir que la investigación se encontraba en
un punto muerto. Era viernes, y al salir de la Jefatura decidió que no iría a
su casa, donde sólo lo esperaba una cena fría. Montó en el Jaguar y puso rumbo
a Albany. Pasó el fin de semana con Anne, olvidado de la cadena de crímenes que
comenzaba a obsesionarlo. Se dijo que en una mente fresca entran nuevas ideas:
era hora de practicar el "no pensar" budista… sólo "ser".
17
Lunes por la mañana. Despejar la mente había servido para encontrar el
camino a seguir en la investigación. En realidad, era muy obvio, y ya se le
ocurrió mientras volaba en el Jaguar hacia Albany: la deformidad de aquel
individuo captado por la cámara de seguridad era imposible de ocultar. Nada más
llegar a su despacho, comenzó a ensayar búsquedas en Google: cabeza gigante -
rasgos agrandados - New York - individuo con cabeza enorme asusta a la gente -
discapacidad - malformación - boca enorme - autosuperación - fisiculturista con
cabeza hinchada…
Dos horas de búsqueda no arrojaron resultado alguno, lo cual le llamaba
la atención. Un individuo así no podía esconderse de las miradas indiscretas,
ni tampoco escapar a las cámaras de los móviles… sonó su teléfono.
-Diga.
-Aquí el Comisionado Arnolds -la voz
sonaba decidida al otro lado de la línea, y Sinclair presintió que habría
problemas.
-Lo escucho, Comisionado.
-Quedas apartado del caso Wehrstein.
Órdenes de arriba.
Sinclair se preguntó quién estaba más arriba de Arnolds, aparte de Dios.
-¿Caso federal?
-Eres rápido, Sinclair. En diez
minutos vendrán a verte agentes federales a tu despacho. Son el teniente Briggs
y el agente Sherman. Entrégales todo lo que tengas, sin guardarte nada. A
partir de ahora ellos se harán cargo de la investigación.
-Sí usted lo ordena…
-No es nada personal, Sinclair. Ellos
pidieron el expediente, ya sabes. Hiciste un buen trabajo hasta aquí, pero
estás afuera.
-Entiendo.
Sinclair colgó con un dejo de disgusto. No le gustaba abandonar un caso,
y menos aún cuando no tenía todavía una hipótesis sobre el móvil y la identidad
del asesino.
Se apresuró a copiar la filmación del pendrive en su propia computadora,
justo a tiempo para ver a los federales presentarse en la guardia.
Briggs y Sherman ya se habían retirado llevándose las cintas de las
cámaras de seguridad que les subió Stevens, el pendrive y los informes
dactiloscópico y forense. Durante su conversación con él, habían puesto énfasis
en la situación de la campanita incrustada en la mampostería: que si había
alguna grieta en ese lugar, que si había marcas de yeso o cemento reciente…
todo eso a la vista de las fotos que él había sacado con su móvil. Al final,
oyó que el teniente Briggs le decía en voz baja a su compañero la palabra
"teleportación", con tono de pregunta.
Apenas ellos abandonaron la Jefatura, Sinclair salió en su Jaguar hacia
el bajo Manhattan. Internet ya no le ofrecía respuestas, por lo que decidió
callejear como en sus primeros años en la fuerza policial. Fue en busca de un
antiguo soplón, un dealer que se hacía llamar "Kasuko". Lo encontró
en su viejo paradero, una calle llena de prostitutas que ya empezaban a pescar
clientes, pese a lo temprano de la hora.
-Oh, a quien vemos por aquí… ¡el gran
Sinclair!
-¿Cómo estás, viejo?
-¿Te degradaron? Ja ja...
-La gentuza como tú siempre quiere
ver en desgracia a los demás para sentirse superior.
-Eee... ¡cuidado hermano con tu
lengua! Así no obtendrás nada de mí.
-Yo sé lo único que puede obtener
algo de ti: esto.
Le puso un billete de cien dólares delante de la nariz, que el otro tomó
al instante.
-Con esto yo me sueno la nariz… si
quieres algo de mí tendrás que pagarme mucho más.
-Si tú consigues algo para mí habrá más
billetes. Si no, te conformarás con esto.
-El gran Sinclair no tiene plata…
ustedes los polis son unos muertos de hambre.
-Y tú eres el Maharajá de la India
¿no? Metido en este agujero…
-¿Viniste a tirarme flores?
-Escúchame bien: ando buscando a un
tipo imposible de confundir; un tipo deforme, con una cabeza gigante y una boca
enorme… como una calabaza de Halloween, ni más ni menos, sobre un cuerpo
normal, atlético. ¿Lo has visto por aquí?
-Yo no… pero si me das más plata,
puedo preguntarles a las chicas.
Sinclair le dio otros cien dólares.
-Es a cuenta de más, si me ayudas a
ubicarlo. Un tipo así sólo puede tener sexo con una prostituta. Y eso con
suerte… pregúntale a tus amigas, pasaré a verte en estos días.
-Au revoir, Sinclair…
-Ciao.
Sonó su móvil y atendió, alejándose del dealer.
-Aquí Sinclair.
-Hola jefe -era la voz de Jameson-. No
estamos pudiendo contactar a Carmen Jo.
-¿Está de guardia hoy?
-Sí, pero no se presentó a trabajar.
-Llama al suplente de turno,
necesitamos que alguien cubra su lugar.
-Hecho, jefe.
No era habitual en ella faltar, pero incluso Carmen Jo podía tener su
día femenino. Saltó a otra parte de Manhattan con el Jaguar, y fue a dar a un
pub donde solía reunirse gente de los bajos fondos. Se acodó en la barra y
pidió un whisky. El barman lo reconoció
-¡West, tanto tiempo!
-¿Cómo estás, Pete?
-¿Cuánto hace que no vienes por aquí?
Un año por lo menos.
-Tres.
-¿Tres años? El tiempo vuela.
-Tú te ves igual. Oye… estoy tratando
de ubicar a un tipo. Si lo viste alguna vez, seguro lo recuerdas. Tiene una
cabeza deforme, inmensa… ¿Has visto a alguien así?
Pete lo miró extrañado.
-No…
-Bien. Avísame si lo ves -le extendió
una tarjeta dónde figuraba su móvil.
-Hecho, te aviso si veo algún monstruo.
Tomó su whisky y partió hacia otro sector de la ciudad. A medianoche ya
estaba medio borracho y no había obtenido nada.
18
La escuela municipal de danzas de Nueva York había organizado su fiesta
de fin de curso en un gran teatro de Broadway. Era tradición llevar a los
alumnos (en su gran mayoría niñas adolescentes) a practicar en un gran
escenario, para familiarizarse con él. Los chicos no podían creer lo grande que
resultaba. Había que desplazarse con decisión, para ocupar todo el espacio con
la danza, y no quedar reducidos a un rincón. Este era el último ensayo previo a
la función, que sería de libre acceso al público. Los anteriores habían sido en
la escuela, pero ahora pisaban un escenario de verdad.
-Bien jóvenes –los adoctrinó la
directora de danzas, una mujer fibrosa con rodete- ahora están en un teatro de
verdad. La próxima semana habrá sentadas mil personas en esas butacas. Y todas
esperarán ver un espectáculo de excelencia, como corresponde a la tradición de
nuestra escuela. Respiren hondo, y salgan al escenario con decisión. Ahora
mismo empezaremos un ensayo de la obra que presentaremos, el Lago de los
Cisnes.
Empezó a sonar la música de Tchaikovsky, y la primera bailarina apareció
como una sílfide, casi flotando. Era buena de verdad. Desde lo alto de un palco
camuflado, el sonidista se puso a ver la danza, pues su función era sencilla.
Pudo ver y no ver –fue una fracción de segundo- cómo una bailarina a un costado
del escenario desaparecía. Nadie más pareció notarlo, pues todos tenían ojos
para la primera bailarina, que en ese momento giraba sobre un pie, como un
trompo perfecto. El sonidista se frotó los ojos, pero al mirar de nuevo, la
bailarina no estaba. ¿Habría alucinado? ¿Debía interrumpir el ensayo?
Ahora vio cómo uno de sus compañeros de ballet miraba extrañado al
costado, pues debían entrar juntos en el próximo estribillo. Las parejas de
bailarines avanzaron tomadas de la mano, pero él no tenía compañera. Salió a
bailar, para no ser reprendido, pero era imposible ocultar la ausencia de su
partenaire. La directora de danzas no quiso interrumpir el ensayo, pues todos
estaban bailando con sentimiento, y la ausencia de una bailarina seguramente se
debía a una súbita descompostura.
Así pues, una persona desapareció a la vista de todos, y nadie se dio
por enterado de momento. La música seguía, sublime. Cuando terminó la escena,
la directora aplaudió entusiasmada.
-¡Perfecto, chicos! Una gran coreoografía.
Johnatan, si tu partenaire se descompone otra vez, tú no sales a bailar
¿entendido? Haces mutis por la izquierda.
El aludido asintió, encogiéndose de hombros. Ahora la directora de
danzas se fue a los camarines a buscar a la bailarina ausente. Bajo el
escenario de un gran teatro hay un pequeño mundo: camarines, baños,
escenografías apiladas, salas de maquillaje. La directora de danzas Jeanine
Lipton avanzó por un pasillo estrecho hacia el baño de mujeres, mas se detuvo
al oír un ruido como el que haría una gran boca al aspirar saliva y relamerse.
Una mano la asió por el hombro, sobresaltándola. Pero fue completo su terror al
darse vuelta y comprobar que no había nadie. Corrió por el pasillo para salir
de ahí, pero no llegó lejos: algo o alguien la retuvo. Ahora sintió un dolor
terrible, como si alguien le succionara la cabeza, y después…
misericordiosamente perdió la consciencia.
Al demorarse en volver la profesora, Johnatan decidió ir a buscarla.
-Oye, Mary, es raro que la directora
de danzas no vuelva. Tal vez Amanda se siente mal y necesita ayuda.
Bajaron a los camarines y se
encontraron con el horror: Jeanine Lipton yacía decapitada, con parte de su
cuerpo cubierto de baba.
-Dios santo…
Salieron de ahí despavoridos y se lo contaron a los demás. ¿Había un
asesino en el teatro? Johnatan discó 911 y dio aviso a la policía. Hubo una
derivación de la operadora a la Jefatura de Manhattan, y del otro lado de la
línea atendió Jameson.
-Oficial, hay una mujer decapitada y
otra desaparecida en el teatro Empire, de Broadway.
-¿Cuándo ocurrió?
-Ahora mismo. Estamos en un ensayo de
ballet.
-Salgan del teatro y manténganse
juntos. Ya vamos para allá.
Jameson colgó y dio aviso a Sinclair.
-Inspector, están matando gente en el
teatro Empire.
-Diablos…
Sinclair se paró en la guardia y habló para todos:
-Hay una emergencia en el teatro
Empire. Avisen a todas las unidades. Posible asesino suelto. –Luego,
dirigiéndose a Jameson- Vamos allá.
Montaron en el coche patrulla y salieron a todo gas para Broadway. En diez
minutos habían llegado. Vieron varios jóvenes aterrorizados a la entrada del teatro: había quienes lloraban con las manos sobre la cara, otros estaban pálidos como la cera, visiblemente angustiados. Los policías fueron
a su encuentro.
-¿Han salido todos?
-No –quien contestó fue Johnatan-.
Algunos fueron atrapados…
Sinclair miró al muchacho, extrañado por la expresión que había usado.
Pero no había tiempo que perder. Entró al teatro junto con sus agentes y se
dirigió al escenario… en las butacas vio gente muerta. Se acercó a ellos y notó
que estaban cubiertos de baba. Sobre el escenario había algunos cadáveres más,
algunos con heridas inverosímiles: uno estaba abierto en dos, de la cabeza a la
pelvis. Otro había sido estirado como en un lecho de Procusto, descoyuntado por
completo. Bajó a los camarines… aquí vio a la mujer decapitada. Se agachó junto
a ella y observó las marcas de dientes grandes en su cuello, enteramente
similares a las que tenía Lea Wehrstein. Un sollozo distrajo su atención:
provenía del camarín cercano. Fue hasta allá y vio a una joven en estado de
shock, incapaz de pronunciar palabra. Logró hacer que se incorpore y conducirla
a través del teatro tétrico hasta afuera.
-¡Amanda! –gritó alborozado Johnatan-
Estás viva…
La abrazó largamente: era la única nota feliz en un cuadro de pesadilla.
Un hombre se acercó al inspector.
-Yo la vi desaparecer.
-¿Cómo dice?
-Que yo vi desaparecer a esta chica.
Sinclair lo miró extrañado.
-¿Usted quién es?
-Soy el sonidista del teatro. Desde
mi cabina tengo una vista perfecta del escenario. Y le digo que esta chica
desapareció ante mis ojos. Así nomás, de un momento a otro –chasqueó los dedos,
para dar énfasis a la frase.
-Eso no es posible. Se habrá
confundido.
-Es lo que vi.
Sinclair se volvió hacia la chica. Parecía haber sufrido un trauma
psíquico profundo, y visiblemente no podía hablar. Su mirada estaba perdida,
daba pena. Trabajo para Lester Ryan, pensó. Pero ¿cómo podía haber sufrido
semejante trauma en tan poco tiempo? Marcó el número del forense.
-Doc, no vas a dar abasto para todo
lo que hay aquí. Teatro Empire de Broadway. Hay cadáveres al por mayor.
-…Iré enseguida.
De pronto Amanda estaba hablando. No se dirigía a nadie en particular,
parecía no poder interactuar normalmente con la gente.
-Me violó… esa cosa me violó…
-¿Quién? ¿Quién te violó?
Ella no respondía. Seguía con su melopea, sin prestar atención a nadie.
-Esa boca horrible… me baboseó…
Algo no estaba bien con esa chica. Parecía haber sufrido un trauma de
guerra en apenas unos minutos. Y un testigo afirmaba haberla visto desaparecer,
esfumarse ante su propia vista.
-Dime, muchacho –se dirigió a
Johnatan-. ¿Amanda desapareció?
El joven se rascó la cabeza, perplejo.
-Fue raro… estábamos juntos en el
escenario, listos para salir a bailar. Y de repente no estaba más. No sé cómo
pudo desaparecer así.
-El sonidista dice haberla visto
esfumarse en el aire.
-Qué se yo… la verdad fue raro.
El inspector se alejó, ensimismado. Por primera vez en su carrera,
sentía que un caso lo excedía. Un asesino había matado a diestro y siniestro en
un teatro donde ensayaba un ballet, pero nadie lo había visto. ¿Cómo era
posible?
19
Se despertó tarde, un poco mareado por la resaca. La noche anterior
había bebido de más, para olvidar el asco y la perplejidad que le producían
aquellos crímenes atroces. Pero la ducha es un remedio infalible, y funcionó
también esta vez. Se vistió, sintiéndose como nuevo, y tras un ligero desayuno
acudió a la Jefatura. Jameson respondió maquinalmente a sus buenos días, mientras
escribía un informe en la computadora; tenía cara de preocupación.
-¿Qué se sabe de Carmen Jo?
-Nada.
-¿No vino a trabajar hoy tampoco?
-No.
-¿Se comunicó para dar parte de
enferma?
Jameson negó con la cabeza.
-Qué raro…
Sinclair buscó su número en su móvil y la llamó. El timbre sonó en vano
un minuto, mientras una lucecita de alarma se prendía en su interior.
-Ven conmigo, Jameson. Vamos a su
casa.
Subieron al Jaguar y en quince minutos llegaron al domicilio de su compañera.
Un recuerdo fugaz asaltó a Sinclair: fue en esa misma esquina, noches atrás,
que ella lo había mirado a los ojos poniendo a prueba su hechizo de mujer.
"¿Y usted, inspector? ¿Podrá concentrarse?", eso le había dicho,
antes de dejarlo solo.
Removió de su mente el recuerdo y volvió al presente. Tocaron el timbre
de su apartamento, y al no recibir respuesta, llamaron al portero. El hombre
salió y ellos se identificaron.
-Buscamos a Carmen Jo Rodríguez.
-No la he visto estos días.
-¿Tiene llaves de su apartamento?
-Sí.
-Abranos por favor. Soy su jefe y
desde hace dos días no puedo comunicarme con ella.
Esperaron un rato en el hall de entrada hasta que el portero reapareció
con la llave, y subieron los tres juntos al segundo piso. El portero tocó la
puerta por fórmula, y acto seguido abrió. El apartamento estaba ordenado. Una
taza de café y un plato con galletas y mermelada sobre la mesa decían a las
claras que la dueña de casa no se había ido de viaje, caso contrario taza y
plato estarían lavados y guardados.
Pasaron al dormitorio, donde vieron la cama hecha, con un ligero pliegue
en la colcha como el que hace alguien al sentarse. Sinclair examinó el cuarto
de baño y volvió al dormitorio. Ni rastros de Carmen Jo.
Sobre la cómoda estaba su móvil calzado sobre un pequeño trípode
flexible. Sinclair recordó que ella se filmaba a sí misma para sus seguidores
en Instagram cuando se desvestía antes de entrar en la cama. Por lo visto
seguía haciéndolo, aunque ya había concluido la misión encomendada. Tomó el
móvil en sus manos, con un presentimiento fatídico: era impensable que ella
saliera sin llevarlo encima dos días seguidos. Por eso no contestaba los
llamados…
Dejaron el apartamento abatidos, sabiendo que algo malo le había
ocurrido a su compañera, pero no sabían aún qué. Al volver a la Jefatura
Sinclair buscó al experto informático y le dio el móvil de Carmen Jo.
-Toma. Desbloquéalo cuanto antes y
tráemelo.
Eludió la mirada interrogativa de Reeves y se fue a su despacho, donde
intencionadamente se hundió en el papeleo pendiente para no pensar. Eran las
tres de la tarde cuando se espabiló para tomar un capuccino de la máquina. Al
volver a su despacho con la bebida apareció el informático trayendo el móvil de
Carmen Jo desbloqueado. Sinclair lo despidió y se encerró solo para examinar el
contenido del móvil.
Buscó en la Galería el último vídeo grabado y pulsó reproducir. En
pantalla apareció su compañera bañada por una luz tenue, mientras se desvestía
lentamente para la cámara. El pantalón se lo quitó de espaldas, luciendo sus
caderas amplias y firmes con movimientos morosos, para dar tiempo a sus seguidores
de relamerse un rato. Quedó en tanga y un camisolín transparente sobre el
pecho, que nada cubría. Se calzó unos zapatos de taco alto y fue a sentarse en
la cama cruzada de piernas, mientras miraba fijo la cámara hipnotizando a sus
seguidores. En ese momento ocurrió algo repentino, que cogió desprevenido a
Sinclair.
De abajo de la cama apareció un tipo flaco y envilecido, riendo de
manera repugnante; atrapó el pie de Carmen Jo y tiró de ella hacia abajo. Hubo
un momento de resistencia, pero luego, de manera inexplicable, ella fue
arrastrada abajo de la cama, donde desapareció.
Sinclair quedó boquiabierto, esperando que ocurriese algo más; pero el
móvil siguió filmando la cama vacía un rato, hasta que se apagó. Repitió el
vídeo: el tipo era más bien pequeño de cuerpo, con ropa que le iba holgada;
debió estar acechándola bajo la cama mientras ella se desvestía. Era
inexplicable para Sinclair la facilidad con que la había arrastrado y hecho
desaparecer en un espacio tan estrecho. El había visto pelear a Carmen Jo
contra sujetos que la doblaban en peso, y nunca podían voltearla sin caer ellos
mismos en posición desventajosa. Su compañera tenía fuerza y maña para trabar
su cuerpo de manera que nadie podía desestabilizarla fácilmente; más hete aquí
que el individuo flaco la había arrastrado bajo la cama en un santiamén. Y
luego, si lucharon en ese espacio tan reducido, la cama debió moverse, se
escucharían ruidos y golpes en los tirantes que sostenían el colchón. Pero no.
Una quietud y un silencio de tumba.
Se preguntó qué había pasado después que la cámara dejó de filmar. Pero
temía conocer la respuesta: nada más.
Entró al Instagram de Carmen Jo. El video se había reproducido en vivo
por streaming. Había algunos comentarios azorados de sus seguidores. Los más
pensaban que era una broma, y se pretendían divertidos: "Jaja ahora puedes
trabajar con David Copperfield", cosas así. Otros parecían horrorizados, y
le reprochaban su mal gusto.
Los más recientes le pedían que
volviese a mostrarse y dejara de asustarlos. Apagó el móvil.
Se sentía abatido. Algo dentro suyo le decía que Carmen Jo no volvería a
ser vista sobre la faz de la tierra. Se puso de pie y midió su despacho con
pasos lentos, reflexionando. Él había tenido siempre una filosofía práctica y
materialista… pero quizás había llegado el momento de cambiar su manera de
pensar sobre ciertas cosas.
Salió del despacho y fue a buscar a la agente Grimes, quien hoy estaba
de guardia.
-Venga conmigo, agente.
Indicó a Reeves que ocupara su lugar en la guardia, y ambos salieron.
Quince minutos después, llegaban con el Jaguar al domicilio de Carmen Jo. El
portero, avisado del caso, les abrió y condujo hasta el apartamento de la
oficial desaparecida. Se quedó curioseando, mientras Sinclair ordenaba a Grimes
meterse bajo la cama: la agente se mostró reacia a cumplir la orden de su jefe.
-Mira, es fácil -dijo él, dando el
ejemplo para animarla.
Sinclair se echó cuerpo a tierra junto a la cama, pero no cabía debajo.
Debió levantar el tirante lateral de madera con su espalda para poder meterse y
quedar inmóvil bajo el colchón.
Mientras estaba allí encerrado
sintió algo que le pinchaba el vientre. Se revolvió y con trabajo pudo tocarlo
con la mano: parecía un saliente de metal pulido emergiendo del piso. Se
arrastró para salir, levantando otra vez el tirante lateral, y ya desde afuera
enfocó el saliente metálico: era la figura de bronce de un mongol. Había una
campanilla tibetana incrustada en las tablas del parquet, justo en el medio de
aquel espacio sombrío. Se puso de pie.
-Ahora tú, Grimes.
Ella negó con la cabeza.
-Si no cumples mi orden, quedas
despedida de la fuerza policial.
Grimes hizo de tripas corazón, y se acostó boca abajo en el suelo.
Sinclair la había elegido a ella por tener un tamaño corporal similar a Carmen
Jo. Se arrastró de costado y su espalda rozó el tirante lateral, sin
levantarlo. Le costó bastante esfuerzo pasarlo y meter su cuerpo bajo la cama.
Sinclair se dijo que no era posible meter a Carmen Jo ahí abajo de la manera que
lo hizo aquel tipo en la filmación. La había arrastrado por ese espacio
estrecho con una facilidad… sobrenatural. Esa era la palabra.
De pronto Grimes lanzó un grito de terror y se arrastró para salir de
ese lugar claustrofóbico. Sus movimientos convulsivos desplazaron la cama
varios centímetros, confirmando que dos personas no hubiesen podido luchar ahí
abajo sin moverla. Por fin logró salir, reventándosele un botón de la camisa
reglamentaria por la presión entre el tirante y el suelo.
Grimes estaba completamente aterrorizada. Sinclair la contuvo entre sus
brazos, sin comprender la causa.
-Está bien, tranquila. Calma…
Ella quiso salir inmediatamente de la habitación, cosa que hicieron ante
la mirada azorada del portero. Sinclair la llevó de nuevo a la Jefatura; antes
de llegar le preguntó si había visto o tocado algo que la asustó.
-No, nada.
-¿Entonces?
-No sé… sentí que un remolino iba a
tragarme, si no me alejaba de ahí.
-Entiendo…
Empezaba a intuir lo sucedido, pero no le bastaba con eso. Quería
comprender. Y supo a quién debía recurrir para hacerlo.
20
El lugar era oscuro, con una frescura reconfortante. Cientos de
linternas de papel pendían del techo a media altura, con livianas hojas en
forma de corazón colgando de ellas; la brisa entrando por las ventanas las
mecía como a un follaje de plata. Sinclair vio a un costado un tambor y una
pesada campana de bronce, junto a un ariete suspendido. Siguiendo un impulso
golpeó la campana con el ariete, y un sonido maravillosamente solemne inundó el
templo. Al fin y al cabo debía anunciarse de algún modo, pensó. Se quedó
aguardando junto al altar, donde el Buda descansaba en posición de loto,
flanqueado por dos elefantes de seis colmillos. Ofrendas florales frescas daban
testimonio de un culto vivo en la devoción popular. Dos mil quinientos años
habían pasado desde que el iluminado pisara esta tierra, pero su memoria y sus
enseñanzas seguían vigentes.
Por una pequeña puerta escondida
apareció un anciano de larga barba vestido con una túnica color azafrán y
sandalias; se acercó a Sinclair y le hizo una reverencia, que fue respondida
con alguna torpeza por el policía.
-Sea bienvenido al templo de la luz
increada.
-Gracias por recibirme de nuevo.
Estuve aquí unos meses atrás...
-Lo recuerdo. El inspector de
policía.
-Así es. Aquí parece que no
transcurriera el tiempo…
-El tiempo es sólo un cambio de
consciencia.
-Eso creo que está ocurriendo
conmigo. Cuando vine aquí por primera vez, usted me habló de un hijo espiritual
nacido de la meditación, un ser llamado tulpa… yo no le creí una palabra.
-¿Ahora es distinto?
-Sí. Los he visto con mis propios
ojos.
-¿Está seguro de eso?
-Creo que sí… he visto seres malditos
que hacen cosas imposibles.
-El tulpa adopta formas terribles...
-¿Puede asumir diversas formas?
-Todas las que permite la
imaginación.
-Está matando gente.
-¿Aquí, en New York?
-Sí. Debo detenerlo, pero no sé cómo.
El anciano guardó silencio. Un leve murmullo llegó a los oídos de
Sinclair: eran las campanillas de viento agitadas por la brisa.
-Esos seres que he visto… aparecen
por unos momentos y hacen cosas terribles. Luego desaparecen sin dejar rastro.
Simplemente no están más.
-El tulpa puede materializarse y
desmaterializarse a voluntad.
-Por eso nadie vio al tipo de cabeza
gigante…
-Y también pueden llevarse a alguien
con ellos.
-¿Dónde se lo llevan?
-Al País del Nunca Jamás.
Sinclair cerró los ojos. Pobre Carmen Jo.
-¿Cómo es posible que alguien
desaparezca sin más?
-No puedo brindarle una explicación
científica. Pero ocurre.
Sinclair se pasó la mano por la frente, como queriendo ahuyentar una
sombra.
-Atrapé a un monje tibetano, culpable
de cinco asesinatos. Dijo que el tulpa continuaría su trabajo. Y sigue muriendo
gente…
-El meditador es el catalizador, la
puerta de entrada por donde el tulpa entra a la realidad.
-¿Si el meditador muere el tulpa
desaparece?
-No. El tulpa tiene existencia
propia. Pero puede que encuentre la puerta cerrada y no pueda reingresar a la
realidad.
-Entonces debemos hacer ejecutar al
asesino para cerrarle la puerta al tulpa.
El anciano lo miró sin decir palabra; él no aplaudía ni condenaba.
Parecía más allá del bien y del mal.
-Gracias por compartir su sabiduría
conmigo.
Sinclair hizo una reverencia al anciano y se retiró, seguido por el
murmullo de las campanillas de viento.
-Habla la fiscal Eva Langdon.
-Buenos días fiscal. Aquí Sinclair,
de la Jefatura de Manhattan.
-Lo escucho.
-Necesito hablar con usted lo antes
posible. Es sobre Norgai Kumbu.
-Estoy en el Tribunal Superior ahora.
Tengo un receso a las doce.
-Allí la veré.
Colgó y revisó su Watsapp. Le había dejado su número a Kasuko, y ahora
recibía un mensaje suyo: "Ninguna chica recuerda a un tipo con cabeza
enorme. Si me entero de algo te aviso". Lo suponía. Iba a salir, pero al
pasar por la guardia Jameson le hizo señas de querer hablar con él. Volvieron a
su despacho y se quedaron hablando tras la puerta entornada.
-Jefe, Reeves entró a la página de
Instagram de Carmen Jo. Allí hay una filmación en vivo del domingo por la
noche, donde un sujeto la atrapa y se la lleva bajo la cama.
-Descuida, la he visto.
-La tiene secuestrada… debemos hacer
algo para liberarla y atrapar a ese maldito.
Sinclair lo miró, negando con la cabeza.
-No hay secuestro, ni existe más
Carmen Jo. Esa cosa se la llevó al infierno.
Jameson se quedó con la boca abierta durante un minuto entero,
desconcertado. Algunos despertares son más abruptos que otros.
-Sinclair, ya estoy con usted.
El inspector aguardó pacientemente a que la fiscal terminase de hablar
con un abogado, hasta que por fin vino hacia él.
-La invito un café. Lo que debo
explicarle es un poco largo.
-¿Es sobre la nueva decapitación?
-Si.
Entraron a la cafetería más próxima al Tribunal y se sentaron frente a
frente. Ambos fingieron no recordar sus ofensas anteriores.
-Fiscal Langdon, antes de comenzar mi
explicación, quisiera preguntarle si piensa pedir la pena de muerte para Norgai
Kumbu.
-De hecho, ya lo hice en la audiencia
preliminar. El jurado se reunirá el 28 de enero de 2022 para oír los
testimonios sobre sus asesinatos múltiples.
-Perfecto, veo que se mueve rápido.
-¿Alguna objeción a eso?
-Ninguna. De hecho, he querido
mantener esta charla con usted para pedirle que acelere los tiempos del juicio
y la ejecución de Norgai Kumbu todo lo posible.
-¿Y eso por qué?
-Verá… es un poco difícil de
explicar. Estos monjes del Tíbet tienen ciertos poderes mentales… -la
explicación se le ocurrió en el momento- digamos que pueden hipnotizar a
distancia a otras personas para que continúen con sus crímenes.
-¿Me lo está diciendo en serio?
Sinclair se felicitó por no haber mencionado al tulpa, encontrando en
cambio una explicación más creíble para aquella mente estrecha.
-Los expertos que hemos podido
consultar así lo creen -era mejor excluirse a sí mismo invocando alguna
autoridad más aceptable para la fiscal-. Hay fundadas razones para creer que
mientras Killer Buddha siga vivo, los asesinatos de mujeres continuarán.
La fiscal quedó preocupada por la perspectiva de una cadena de crímenes
sin fin.
-Usted sabe que una vez condenado el
reo, pasan años hasta su ejecución. Lo que más tiempo lleva son las
apelaciones.
-Debemos contactar al abogado
defensor para que desista de apelar en todas las instancias.
-Eso va contra la garantía de defensa
en juicio.
-Lo sé. Pero no podemos esperar años
mientras un sicópata hipnotiza a la gente a distancia para cometer asesinatos.
-Entiendo, Sinclair. Hablaré con el
juez Fordham para que abrevie los plazos del juicio y la sentencia.
-Gracias, fiscal Langdon. Estamos en
el mismo barco.
Sorbieron su café y Sinclair dejó un billete sobre la mesa. Ambos se
pusieron de pie a un tiempo y partieron cada cual para su lado: antiguos
enemigos convertidos en socios.
Apenas un mes y medio después de esta conversación, Norgai Kumbu fue
hallado culpable de cinco asesinatos en forma unánime por el jurado del
Tribunal del Estado de New York, y sentenciado a muerte por el juez Fordham. A
la lectura de la sentencia asistieron familiares de las víctimas -que
aplaudieron el fallo con lágrimas en los ojos-, así como los inspectores de las
Jefaturas de policía de Albany y New York, cuyo accionar había permitido
atrapar al asesino. Durante todo el juicio, el reo no pronunció una sola
palabra. Oyó su sentencia impávido, sin dar muestras de miedo o abatimiento.
Sinclair pensó que para este hombre era más fácil soportar la idea de
morir, que las provocaciones eróticas de unas mujeres ajenas a miles de
kilómetros del Tibet. Cuando los guardias se lo llevaron esposado, se acercó al
abogado defensor de oficio, quien ordenaba filosóficamente sus papeles.
-Abogado Gordon, permítame
presentarme. Soy el inspector Sinclair, de la Jefatura de Manhattan.
-Encantado, Morris Gordon.
El abogado estrechó su mano ante las miradas de soslayo de la fiscal
Langdon y de Anne Legrasse, quien se había acercado a felicitarla por el fallo.
-Necesito conversar con usted unos
minutos.
-¿De qué se trata?
-Verá… - la sala alrededor suyo
empezaba a vaciarse de gente- su cliente acaba de ser condenado a muerte en
forma unánime por el jurado.
El abogado Gordon miró a Sinclair como diciendo "cuéntame algo que
no sepa". El inspector continuó:
-Usted ha hecho un buen trabajo
defendiéndolo, pero las pruebas contra él son contundentes, y el fallo y la
condena son justos.
-Cierto -respondió con parquedad Gordon,
preguntándose a dónde iba a parar el otro con sus obviedades.
-El caso es que al estado le interesa
que este reo sea ejecutado cuanto antes para desalentar a sus imitadores, que
lamentablemente están proliferando.
Ahora Gordon hizo pie, y empezó a gustarle dónde estaba parado. La
fiscal Langdon se acercó a ambos, por lo cual Gordon levantó la voz para que
ella también lo oyese.
-Yo apelaré la sentencia, ejerciendo
cabalmente el derecho a la defensa en juicio, hasta el final.
-No dudo de su integridad
profesional, abogado Gordon -intervino la fiscal en la conversación-. Pero hay
vidas humanas en juego.
-Imagine, fiscal - discurrió Gordon,
haciéndose el interesante- que yo omito la apelación, faltando a mi deber
profesional. Sería el fin de mi carrera. Todos dirán "a ese reo lo
defendió Gordon y en menos de dos meses lo ejecutaron". Nadie más aceptará
que yo lo defienda.
-Usted obtendrá una compensación por
ese menoscabo en su carrera -repuso Langdon.
-¿Qué me ofrece?
-Subirlo a los primeros puestos en los
sorteos de abogados defensores.
-No hay trato -Gordon tomó su
portafolios y amagó dejar la sala.
-Espere -lo frenó Sinclair-. ¿Qué tal
un puesto en la fiscalía?
Gordon se frenó en seco y miró a Langdon.
-Yo no le ofrecí eso -respondió ésta.
Gordon reasumió su marcha y abandonó el Tribunal. Sinclair se encaró con
Langdon.
-Necesita darle un puesto en la
fiscalía. Caso contrario, apelará y la ejecución de la sentencia se diferirá un
año.
-Ni loca. Mi fiscalía tiene una
orientación de género muy clara, y no pienso cambiarla introduciendo
funcionarios que no comparten esa visión.
Langdon amagó irse, pero Sinclair le puso su móvil delante
perentoriamente.
-Mire.
Puso a reproducir el último vídeo de Carmen Jo. Cuando llegó la parte
donde el individuo envilecido la arrastraba bajo la cama, Eva Langdon puso cara
de asco y dejó de mirar.
-¿Qué es eso?
-Esto le ocurrió a la oficial Carmen
Jo. Explíquele a ella su visión de género.
-¿Dónde está ella ahora?
-No quiera saberlo.
-No entiendo bien. ¿Ese loco fue
hipnotizado por Killer Buddha?
-No pregunte más, fiscal. Si me
apura, diría que usted también corre riesgo…
-¿Qué!?
-El asesino puede culparla a usted
por su condena.
Sinclair dio media vuelta y se apartó de la fiscal. En la puerta del
Tribunal lo esperaba Anne Legrasse para almorzar.
Mensaje de WhatsApp de: Eva Langdon para: Westminster Sinclair.
"Le reenvío el chat que tuve con el abogado Gordon.
"-¿Cómo está, abogado? Estuve
pensando en nuestro encuentro de hoy por la mañana. Quiero decirle que si usted
renuncia a apelar la sentencia de Norgai Kumbu, lo recomendaré para cubrir el
puesto de fiscal ayudante cuando se abra concurso de vacantes en mayo.
-Gracias por su ofrecimiento, fiscal.
Necesitaría que presente mi pliego al Consejo de la Magistratura antes de que
se venza el plazo para apelar.
-¿No le basta con mi palabra de que
lo recomendaré?
-No es suficiente. Necesito que mi
pliego esté presentado para renunciar a la apelación.
-No puedo creer que sea tan
desconfiado.
-Lo siento, pero mi carrera está en
juego.
-Los pliegos no pueden presentarse
antes de la convocatoria.
-Sí pueden. Artículo 125 in fine del
reglamento del Consejo: "Los jueces y fiscales podrán presentar los
pliegos de los candidatos a cubrir puestos en la fiscalía con antelación a la
fecha de la convocatoria en caso de emergencia fundada".
-Aquí no hay ninguna emergencia.
-¿Le parece? Invente una ad hoc.
-No me eche encima sus latines.
-Usted estudió perspectiva de género,
yo estudié derecho romano.
-Bueno, usted se lo pierde.
-Si realmente pensaba recomendarme,
no pondría problemas para presentar mi pliego.
-Adiós.
-Adiós."
Sinclair sonrió divertido al leer el diálogo. Gordon no era ningún
tonto. Llamó a Langdon.
-Eva Langdon al habla.
-Aquí Sinclair. Presente el pliego de
Gordon al Consejo de la Magistratura antes que apele la sentencia.
-No pienso meter a esa antigualla en
mi fiscalía. Está formado en una visión retrógrada del derecho…
Sinclair la interrumpió.
-Guarde sus explicaciones para el
Comisionado Arnolds. Ahora mismo lo informaré de su negativa a cerrar trato con
el abogado defensor.
Colgó, disgustado. Se dijo que iba a darle media hora a Langdon para
reconsiderar su decisión antes de llamar a Arnolds. Pero no debió aguardar
tanto. Enseguida sonó el teléfono. Atendió y se quedó esperando sin decir nada.
-Está bien. Mañana presentaré el
pliego de Morris Gordon al Consejo de la Magistratura.
-Informaré al Comisionado del trato
que hemos alcanzado.
Al día siguiente recibió una copia escaneada del pliego de Morris Gordon
para cubrir el puesto de fiscal ayudante, con el sello de recepción del Consejo
de la Magistratura. Llegó el viernes, día del vencimiento del plazo legal, sin
que el abogado defensor presentara apelación a la sentencia del juez Fordham.
La condena a muerte de Killer Buddha había quedado firme.
21
Era un lunes por la mañana, 2 de abril. Una llovizna persistente
entristecía el penal de Sing Sing, donde se había congregado un puñado de
personas para presenciar la ejecución de Norgai Kumbu. Estaban presentes la
inspectora Legrasse, la fiscal Langdon, el oficial Jameson y el inspector
Sinclair, junto con algunos familiares de las víctimas. Enfrente de ellos había
una ventana hermética con un vidrio-espejo, de modo que ellos podían ver la
sala de ejecuciones del otro lado, pero el ajusticiado no podría verlos a
ellos. Las últimas miradas de los condenados a muerte son peligrosas.
Eran las siete de la mañana cuando trajeron al reo, rapado y con un
uniforme naranja. Sinclair pensó que era casi el mismo color de la túnica que
usaría en su monasterio del Tíbet. Le concedieron un último deseo y él pidió un
té. Parecía imposible la tranquilidad con que lo bebió, sin que le temblase el
pulso ni se atragantase con la infusión. Se diría incluso que llegó a
disfrutarlo. Por fin lo volvieron a esposar, y un enfermero le arremangó la
camisa y ajustó una tira de goma en su brazo para hacer sobresalir sus venas.
El enfermero se retiró para dar paso al doctor que administraría la inyección
letal. Algunos espectadores tragaron saliva para prepararse ante el momento supremo.
Ya no importaban sus crímenes: un ser humano iba a dar el paso que a todos nos
espera, y todos sentían curiosidad por verlo.
Los minutos pasaban, y el doctor no aparecía. Qué mal gusto, pensaba más
de uno, prolongar así la agonía del reo, y de los espectadores mismos. ¿Se
habría descompuesto el verdugo? Diez minutos después llegó la noticia: el
doctor encargado de la ejecución no había podido llegar, estaba internado en un
sanatorio, víctima de una crisis nerviosa. La ejecución quedaba suspendida
hasta la semana siguiente.
Sinclair se informó sobre el sanatorio donde se encontraba el doctor
Wendell Jones, y se fue junto con Anne Legrasse a verlo. Se identificaron en
recepción y pasaron a la guardia, donde encontraron al doctor recostado en una
camilla, despierto y lúcido.
-Buen día doctor Jones. Soy el
inspector Sinclair y ella es la inspectora Legrasse. Venimos del penal de Sing
Sing.
-Oh. Lamento no haber podido llegar
allí para cumplir con mi obligación.
-No hay cuidado, doctor -intervino
Anne-. Queríamos saber cómo se encuentra.
-Ahora estoy mejor, gracias.
-¿Tuvo algún problema de salud
repentino? -quiso saber Sinclair.
-Tuve un ataque de pánico. No
-atajó-, no me asusta ejecutar condenados. Inyecté a decenas de reos…
Sinclair conocía sus antecedentes, por eso había querido conversar con
él.
-¿Entonces?
-Mire. Esto me persiguió anoche,
cuando volvía de pescar con dos amigos.
El médico puso a reproducir un vídeo en su móvil y se lo pasó a
Sinclair. Anne se pegó al lado suyo para verlo. La pantalla mostraba una escena
nocturna filmada desde la caja de una camioneta. El vehículo transitaba un
camino de tierra en medio del campo, completamente desierto a esa hora. Las
luces traseras enfocaban el polvo que levantaban las ruedas, cuando algo empezó
a perseguir la camioneta.
Era una vieja encorvada y plañidera, que porfiaba por acercárseles. El
conductor paró para esperarla por si necesitaba ayuda, pero entonces empezaron
a oírse sus rugidos; el chofer aceleró alejándose.
Rato después disminuyó la velocidad, como si entre los ocupantes de la
camioneta existiera un desacuerdo: unos sentían curiosidad por verla y hablar
con ella, en tanto otros querían poner la mayor distancia posible entre ellos y
aquel engendro. La vieja no se rendía, y por momentos parecía poder alcanzar la
camioneta; pero entonces el conductor aceleraba y se alejaba. La última vez que
se aproximó se parecía poco a un ser humano, pero no llegaba a verse bien.
El vídeo terminó y el doctor Jones recuperó su móvil.
-Volví a mí casa trastornado. Eran
las tres de la mañana y no podía dormirme. Me empezó a dar un dolor en el pecho
y mi mujer me trajo a la guardia. A las seis quise ir al penal de Sing Sing,
pero cuando el médico se enteró de lo que debía hacer, me prohibió abandonar el
hospital. "Usted no está en condiciones de ir a trabajar a una oficina,
menos de ir a ejecutar a un reo".
-Una decisión razonable -convino
Sinclair-. La ejecución se suspendió para la semana que viene, así usted tendrá
tiempo de reponerse.
-Nunca antes había faltado… pero
siempre hay una primera vez.
-Cúidese.
Se despidieron del médico y dejaron el Sanatorio. Sinclair condujo hasta
Albany frunciendo el ceño. Menos mal que los besos de Anne al llegar le
devolvieron la sonrisa.
Lunes 9 de abril por la mañana. Los mismos protagonistas reunidos y la
misma llovizna entristeciendo el penal de Sing Sing. Ahora Sinclair podía ver al
doctor Wendell Jones de pie junto al enfermero a través del vidrio-espejo que
protegía al espectador de la mirada de los condenados. Ave Caesar, morituri te
salutant.
Puntual llegó Norgai Kumbu a la
ejecución; no tenía alternativa. Le concedieron un último deseo y él pidió su
té. Se lo trajeron y lo bebió a sorbos lentos, disfrutándolo. Luego el
enfermero ajustó la tira de goma alrededor de su brazo para marcarle las venas
y se retiró. Quedaron solos en el teatro de la ejecución Wendell Jones y el
reo.
El doctor pinchó la aguja en una botellita llena de líquido azul y llenó
con él la jeringa. Se volvió hacia el reo y quedó paralizado de repente,
mirando algo más allá de él. La jeringa cayó de sus manos y huyó de la sala
presuroso, sin dar explicaciones. De este lado de la sala se produjo un
murmullo de consternación general. El verdugo había vuelto a fallar.
Sinclair salió rápido y buscó al doctor. Lo encontró en el
estacionamiento, a punto de trepar a su auto.
-¿Qué pasó? -preguntó, llegando
agitado junto a él.
-¿No la vio? -repuso el médico, con
la puerta de su auto abierta.
-¿Ver a quién?
-No me diga que no la vio… -el doctor
se metió en su auto.
Sinclair golpeó el vidrio para hacerle abrir la ventanilla.
-Explíquese -exigió acodándose en la
ventanilla del auto, junto al conductor.
-Había una mujer de negro junto al
reo, con un velo cubriéndole la cara.
-Le aseguro que no.
-Yo no voy a ejecutar a ese tipo. Búsquense
otro verdugo.
Arrancó el auto y partió, mientras Sinclair quedaba perplejo viéndolo
alejarse.
"Ejecución suspendida por
segunda vez" era el titular del Herald; "Decapitador se salva de
nuevo", rezaba el New York Times; "Las siete vidas de Killer Buddha",
era el titular poético de The New Yorker… los artículos abundaban en fotos de
los manifestantes con pancartas exigiendo justicia ante los muros de la
prisión. Se habían retirado frustrados dos veces, y empezaban a juntar presión.
Debían rodar cabezas en el Servicio Penitenciario por su ineficiencia para
ejecutar la condena (¿no eran suficientes las que hizo rodar Killer Buddha?).
Por otra parte, se empezaba a rumorear que el tibetano estaba protegido por
extraños poderes que hacían imposible su ejecución.
Sinclair pensaba que el periodismo presentía la verdad, y al mismo
tiempo, nunca conocería el secreto más oscuro. Ya el FBI se había encargado de
hacer desaparecer de Instagram el último video de Carmen Jo. Y lo que vio
Wendell Jones en ese camino rural tampoco llegaría a las plataformas de videos,
o sería bajado de ellas al instante. Cancelado, como se usaba decir ahora.
Apartó los tabloides a un lado para atender su móvil.
-Diga.
-Gusto en saludarte, West.
-Hola Tim… estaba leyendo los titulares
sobre la ejecución fallida. El tuyo es el mejor, como de costumbre.
-Son años en el oficio… El caso del
decapitador no para de vender.
-Ya quisiera yo acabar con esto de
una vez.
-Oye ¿qué le pasó a ese doctor? Según
dicen salió corriendo de la sala de ejecuciones como alma que lleva el diablo…
-Nunca mejor dicho.
-¿Tú sabes algo? ¿Qué fue aquello que
lo asustó tanto?
-Discúlpame Tim, no tengo esa
historia.
-¿O no quieres asustar a la gente? Te
conozco, West. Siempre te guardas algo sólo para ti.
-Tú sigue con aquello de las siete
vidas, tiene gancho.
-¿Y ahora quién lo ejecutará?
-A saberlo. Sólo espero que sea
alguien con agallas.
-¿Para cuándo se difirió la
ejecución?
-Ahora dicen que la nueva fecha es el
23 de abril.
-Es el Día del Escritor. Me inventaré
algo con eso… gracias por el dato.
-De nada.
-Cúidate.
Lunes 23 de abril, 7:00 de la mañana. Llovizna sobre la cárcel de Sing
Sing, que ve llegar por tercera vez a los mismos protagonistas, para presenciar
el mismo drama. Entraron al reo a la sala de ejecuciones y le quitaron las
esposas para concederle un último deseo. Killer Buddha pidió té, que bebió
calmosamente a sorbos lentos, calentándose las manos con la taza y el pecho con
la infusión.
Luego lo esposaron otra vez, y el mismo enfermero le ató el brazo con la
banda de goma para que se le marcaran las venas; enseguida se retiró, dando
paso al doctor. Era un hombre calvo, muy pálido… ¡Allamistákeo! Sinclair por
poco no salta de su asiento al verlo. ¿Qué hacía él ahí? En todo caso, tenía
las credenciales adecuadas para la tarea. Era médico y pertenecía a la policía…
El doctor Caleb Smith avanzó hacia el reo mirando al horizonte -su
mirada parecía atravesar las paredes-; en un momento se detuvo confundido, como
ante alguna visión inefable o aterradora. Se pasó las manos por la cara y miró
de nuevo ante sí: ahora pudo enfocar su visión en el reo. Con movimientos
seguros cargó la jeringa con el líquido azul y pinchó el brazo de Killer Buddha;
el líquido desapareció bajo su piel. El médico tiró la jeringa a un tacho
metálico y abandonó la sala de ejecuciones.
Ahora Killer Buddha era el protagonista de su propia tragedia, solo,
como los héroes antiguos. Levantó la cara hacia el cielo unos momentos, y acto
seguido cayó en convulsiones. Por fin dejó de moverse y todos lo creyeron
muerto, pero un minuto después tuvo un último espasmo con el cual abandonó la
vida.
Algunos del público aplaudieron. Sinclair y Anne Legrasse se retiraron,
con su triste deber cumplido.
El inspector rodeó por afuera la sala de ejecuciones y dio con
Allamistákeo, quien bajaba las escaleras.
-No sabía que estaba en la nómina de
las ejecuciones, doc.
-Nunca lo estuve. Me anoté al ver que
el doctor Jones renunciaba a la tarea con este reo, y me llamaron.
-Ha sido su primera ejecución,
entonces.
-Y la última. Quería ver el infierno
sin permanecer en él.
-¿Y lo vio?
Caminaban lentamente hacia la salida de la prisión junto con Anne
Legrasse, que los había alcanzado.
-Cuando quedé solo con el reo vi una
doble fila de manos anónimas que me recibían entre cúpulas y ángeles de piedra…
me ofrecían un lugar entre ellos. Más allá había un resplandor eterno de gloria
infernal… Casi me dejo llevar. Pero reaccioné a tiempo y cumplí mi deber.
Allamistákeo había vivido una experiencia más allá del lenguaje humano,
y le resultaba imposible comunicarla. Se despidieron en la puerta del presidio.
Sinclair y Anne Legrasse miraron por última vez hacia el interior de la cárcel,
donde el drama de la justicia humana había terminado.
-Que las almas de las víctimas
descansen en paz -dijo Sinclair.
-Y si hay un perdón para el asesino,
que el cielo se lo conceda -completó Anne Legrasse.